This article explores the contribution of the neglected Salvadoran painter and writer Salarrué (1899–1975) to Latin American thought. Based on his essays and through the analysis of several of his paintings, this study aims to show how his pictorial art was intended to free the public of the second third of the twentieth century from the positivist vision inherited from Europe. To this end, the image of the sad and slumbering “Indian” that Salarrué frequently alluded to in his writings and paintings is examined. The article proposes to read the somnolence of the “Indian” not as a racist mark of the painter who reproduces the vision of the indigenous as a lazy race but as an expression of the spiritual crisis of the Central American people that Salarrué blamed on the impact of the European civilizing process in the isthmus. Drawing on his literary texts and opinion articles, this study traces the various currents of thought that converged in paintings depicting figures sleepwalking or with closed eyes. The analysis shows that theosophy, philosophical vitalism, and Mesoamerican Nahualism converged in his painting with a regenerationist fervor that sought to awaken the dormant forces of an Indo-American region seen as defeated since the Conquest and affected by the Western civilizing project. Ultimately, the analysis reveals how these antihegemonic currents of thought destabilized in Salarrué’s paintings the racialist and hierarchical vision inherited from the West and redirected the public’s gaze toward an ecological vision of Central America in the world.

Se trata la contribución del desatendido pintor y escritor salvadoreño Salarrué (1899–1975) al pensamiento latinoamericano. Con base en sus ensayos y mediante el análisis de varias de sus pinturas, aquí se muestra cómo su arte pictórico estaba orientado a liberar al público del segundo tercio del siglo XX de la visión positivista heredada de Europa. Con este fin, se toma en consideración la imagen del “indio” triste y dormido a la que Salarrué aludió con frecuencia en sus escritos y pinturas. Se propone leer la somnolencia del “indio” no ya como una marca racista del pintor que reproducía la visión del indígena como una raza perezosa, sino como una expresión de la crisis espiritual del pueblo centroamericano que Salarrué achacaba al impacto del proceso civilizador europeo en el istmo. A partir de sus textos literarios y artículos de opinión, se traza el rastro de las diversas corrientes de pensamiento que confluyeron en pinturas en las que plasmó figuras con ojos sonámbulos o cerrados. El análisis muestra que la teosofía, el vitalismo filosófico y el nahualismo mesoamericano convergieron en su pintura con un afán regeneracionista que pretendía despertar las fuerzas dormidas de una región indoamericana vista como derrotada desde la Conquista y afectada por el proyecto civilizador occidental. En última instancia, se revela cómo estas corrientes de pensamiento anti-hegemónicas desestabilizaban en las pinturas de Salarrué la visión racialista y jerarquizante heredada de Occidente y re-dirigían la mirada del público hacia una visión ecológica de Centroamérica en el mundo.

Discute-se a contribuição do negligenciado pintor e escritor salvadorenho Salarrué (1899–1975) para o pensamento latino-americano. Com base nos seus ensaios e através da análise de várias das suas pinturas, mostramos aqui como a sua arte pictórica visava libertar o público do segundo terço do século XX da visão positivista herdada da Europa. Para tanto, leva-se em consideração a imagem do “índio” triste e adormecido, a que Salarrué frequentemente aludiu em seus escritos e pinturas. Propõe-se ler a sonolência do “índio” não como uma marca racista do pintor que reproduziu a visão do indígena como raça preguiçosa, mas como expressão da crise espiritual do povo centro-americano que Salarrué atribuiu ao impacto do processo civilizatório europeu no istmo. A partir de seus textos literários e artigos de opinião, traça-se um traço das diversas correntes de pensamento que convergiram em pinturas nas quais capturou figuras sonâmbulas ou de olhos fechados. A análise mostra que a teosofia, o vitalismo filosófico e o nahualismo mesoamericano convergiram em sua pintura com um desejo regeneracionista que buscava despertar as forças adormecidas de uma região indo-americana vista como derrotada desde a Conquista e afetada pelo projeto civilizatório ocidental. Em última análise, revela-se como estas correntes de pensamento anti-hegemónicas desestabilizaram a visão racialista e hierárquica herdada do Ocidente nas pinturas de Salarrué e redirecionaram o olhar do público para uma visão ecológica da América Central no mundo.

Las dos estilísticas señaladas por Ramírez en Salarrué muestran la intersección de localidades y globalidades pero, mientras unas abrazan el Oriente, las otras el Occidente…me atrevería a proponer que, bien entendida y analizada, la tendencia orientalista podría rendir un tipo de propuesta más anti-hegemónica que la occidentalista.1

De este modo refiere Ileana Rodríguez al nudo gordiano que ha supuesto para la crítica la obra literaria del escritor y pintor Salarrué, nacido Luis Salvador Efraín Salazar Arrué (1899–1975). En su análisis, Rodríguez se concentra en la vertiente regionalista del escritor salvadoreño y arguye que representa al “indio” perezoso como depositario de lo retrógrado y la mirada positivista “dominio de los imaginarios coloniales de los blancos criollos”.2 Al mismo tiempo, tal como se deduce de la cita inicial, Rodríguez intuye que, a pesar del occidentalismo que Salarrué ejerció en la construcción de los personajes indígenas, las lecturas orientales y creencias teosóficas del autor bien pudieron abrir en su obra una veta más resistente a la visión hegemónica occidentalista. Retomando el estudio de Rodríguez, se propone aquí deshacer el nudo gordiano que hasta ahora ha sido la obra de Salarrué para la crítica. Ahora bien, no se reanudará la perspectiva adoptada por Rodríguez, sino que se la va a complejizar. Pues asumir que el regionalismo en Salarrué representaba una tendencia occidentalista hegemónica sería desacertado. Mediante el análisis de pinturas encajables dentro de la llamada vertiente regionalista o autóctona, se mostrará que en la obra pictórica salarrueña confluyeron corrientes de pensamiento no hegemónicas provenientes de Mesoamérica, Europa y Oriente.

Pintor paisajista y de costumbres, así como pionero en la pintura abstracta salvadoreña; místico en su literatura fantástica e iniciador del regionalismo literario en Centroamérica, así es cómo a grandes rasgos la crítica ha presentado a Salarrué.3 Si la fama de escritor regionalista ha eclipsado el resto de su obra literaria, su faceta como pintor es todavía más desconocida. La producción pictórica del salvadoreño es extensa y abarca un periodo de seis décadas con dos estancias en Estados Unidos y el resto en El Salvador.4 El trato que Salarrué hizo del paisaje y de personajes míticos, así como su manejo del abstracto figurativo, se debe entender como parte de un fenómeno continental, un periodo de ímpetu vanguardista en América Latina durante el cual se experimentó con nuevas estéticas para representar la complejidad cultural nacional, regional y continental.5 Las pinturas que se tratan en este artículo son ejemplo de ello en cuanto a que emanan de una sensibilidad vitalista o “intuición vegetal”, tal como Astrid Bahamond identifica en la pintura salarrueña inspirada por lo autóctono.6 Asimismo, la orientación autóctona en la obra de Salarrué implicaba una reacción a la experiencia moderna en América Latina que se sumaba a las declaraciones de crisis cultural de escritores e intelectuales que Carlos J. Alonso identifica desde el periodo postcolonial.7 Al igual que muchas otras obras del continente, algunos de los textos y pinturas de Salarrué contenían el diagnóstico de una crisis de especificidad cultural y una revelación de cómo solucionarla.

El análisis que sigue está estructurado en tres partes. En la primera sección se muestra que la producción cultural de Salarrué se sumaba al proyecto regeneracionista vigente en Centroamérica durante los primeros decenios del siglo XX que consistía en ofrecer remedios a los males de la patria grande centroamericana. Su contribución en el diario Patria permite vincular su discurso sobre un pueblo enfermo y dormido al de Salvador Mendieta, figura clave del regeneracionismo político y social en el istmo. A partir de allí, se propone una lectura de la imagen del “indio” triste y dormido recurrente en la obra salarrueña que va más allá del racialismo ineludible de la época y, en su lugar, la descifra como un indicador de la crisis espiritual que, según el autor salvadoreño, el pueblo centroamericano llevaba sufriendo desde la llegada del europeo. El segundo apartado analiza varias pinturas en las que Salarrué plasmó figuras con ojos dormidos o sonámbulos, trazando en ellas la influencia de corrientes de pensamiento anti-hegemónicas como la teosofía y el vitalismo filosófico. Se señalan devenires no humanos que desestabilizan la mirada racialista y proponen un cambio en la mirada del público. La última parte profundiza en la naturaleza de dicho cambio prestando atención a Sihuanahual (s.f.), óleo en el que confluyen la teosofía, el vitalismo filosófico, así como el nahualismo mesoamericano. Se exponen los ritmos y sensaciones que compelen al espectador a liberarse de diferencias raciales y entre especies. Concluye que el carácter ecológico de orientación indoamericana de la pintura salarrueña resistía el modo europeo de pensar la relación del humano con la naturaleza.

El “indio” triste es una imagen recurrente en la obra de Salarrué. Se halla a menudo en Cuentos de barro (1933), la colección de relatos que inició el canon regionalista en Centroamérica. Entre sus personajes están José Pashaca, un joven “indio” que está triste (“La botija”), el “indio” Polo quien toca su tristeza con la guitarra (“La brusquita”), Pablo Melara que vive triste en su rancho de carbonero (“La brasa”).8 Esta imagen no es casual, pues la tristeza del indígena estaba ya presente en las letras salvadoreñas de las generaciones anteriores a Salarrué. En su estudio “‘Una incurable tristeza de raza’: el indígena en la literatura salvadoreña entre 1880 y 1910” (2016) Ricardo Roque Baldovinos se adentra en la representación de los personajes indígenas en las obras de escritores como Joaquín Aragón (1863–1911), Juan Antonio Solórzano (1870–1912), Román Mayorga Rivas (1862–1925) o Arturo Ambrogi (1875–1936).9 El crítico salvadoreño destaca que, desde la década de 1880, el indígena aparecía en la literatura de estos autores como una figura trágica y atávica. En el imaginario que estos escritores iban construyendo, la tragedia de la Conquista caía en forma de derrota sobre el esplendor de un pasado indígena remoto que consistía en una comunión primigenia con la naturaleza.10 Así como idealizaban estilos de vida pasados en armonía con la naturaleza, diseminaban un estereotipo racial que despojaba al indígena de su pasado étnico. Y es que la tristeza del indígena “derrotado” e “indolente” era una proyección de la melancolía del escritor, “una fisura dentro del contemplador, de la parte atávica, indígena, que duerme dentro de él”.11 Si bien Salarrué operó en un contexto cultural nacional en el cual lo indígena ya no era una mera evocación romántica, sino una alternativa a la crisis de civilización que Occidente estaba atravesando, él también adoptó el tono de derrota distintivo de las generaciones pasadas.12 En el manuscrito inédito “Almario” dejó plasmado su fatalismo ante lo que supuso la Conquista y la colonización mediante la analogía entre el “colono vencido…sin remedio” y “la tierra…derrotada…servil, conquistada”.13 Vista de este modo, la tristeza de sus personajes indígenas cobra un aire de inevitabilidad. El protagonista de su novela Catleya Luna (1974) lo confirma cuando refiere a la conocida matanza de miles de indígenas y campesinos llevada a cabo por el régimen de Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador de 1932 como una fatalidad racial que, simbolizada en el cacaxtle o “cruz del ‘indio’”, volvía al indígena triste haciéndolo sucumbir a su destino.14 El fatalismo ante la derrota que el autor proyectaba en el indígena producía un “indio” estático, postrado en la tierra, remiso.

Detrás del desfase que existía entre la imagen estática del “indio” derrotado que proporcionaba la literatura del país y las luchas sociales de los indígenas en varias regiones rurales de El Salvador había concepciones identitarias esencializadas que homogeneizaban la diversidad étnica bajo la categoría racial “indio”.15 Para el caso de Salarrué, Patricia Alvarenga así lo concluye: “Su obra indianiza y homogeneiza el campo salvadoreño, otorgando una identidad que es ajena a la mayoría de sus habitantes”.16 El esfuerzo de la política y la intelectualidad salvadoreña de las primeras décadas del siglo XX para integrar las comunidades indígenas al proyecto de Nación es bien conocido.17 Aproximarse a la imagen salarrueña del “indio” triste desde una perspectiva de la alteridad indígena conduciría a analizarla en relación con el proceso de mestizaje que dirigió la definición de la identidad salvadoreña y que contribuyó a la aculturación de las poblaciones indígenas. Sin embargo, el foco aquí en cuestión se sitúa en la tristeza del “indio” como la imagen producida por un escritor y artista centroamericano que disputa las premisas racistas del eurocentrismo, así como su posición intelectual de subalternidad periférica. Si, por un lado, la imagen del “indio” triste diluía la especificidad étnica de sectores subalternos en El Salvador, por otro lado, se verá que la configuraba un disenso contra las formas de sentir y pensar heredadas de Europa. Prestando palabras de Roque Baldovinos, se va a mostrar cómo la posición periférica de Salarrué en el sistema-mundo colonial “abre la puerta a disensos que permiten la exploración de nuevas zonas de experiencia que obligan a replantearse las configuraciones de tiempo, espacio e identidad que propone la doxa civilizadora”.18

Desde esta perspectiva, el estado de somnolencia o letargo que Salarrué solía conceder a sus “indios” tristes también es significativo. En el relato “La brasa”, el personaje de Pablo Merala está en lo alto del volcán “acurrucado” entre la niebla “mirando el abismo, sin remedio”; al mismo tiempo, el sentimiento de algo inevitable lo inmoviliza causándole una mirada insondable hasta el punto de “vivi[r] como en un sueño”.19 La imagen estática del indígena cobra aquí connotaciones de ensoñación. Asimismo, el holgazán José Pashaca, por su parte, abre el cuento “La botija” inmóvil; es presentado medio dormido e indiferente a la exhortación de su madre para que se busque un trabajo.20 El relato acaba con un José transformado por la búsqueda de un sueño. En ambos personajes rurales, la indolencia aparece asociada al sueño. Se trata de un estado que reflejaba la inquietud regeneracionista característica de una época que produjo diagnósticos sociales como La enfermedad de Centro América (1934) del nicaragüense Salvador Mendieta. La pasividad y la pereza se encontraban entre las cualidades y defectos que Mendieta señalaba como dominantes en el carácter indígena.21 Aunque el negro y el criollo tampoco se libraron de su diagnóstico: el primero era más perezoso que el “indio” y entre los vicios dominantes del segundo también estaba la pereza.22 Mientras que Mendieta basaba su análisis en las categorías raza india, raza ibera, raza negra y los grados de mestizaje entre ellas, a la vez, aludía al pueblo centroamericano. Es decir, usaba un enfoque racialista que jerarquizaba los humanos en razas y, al mismo tiempo, establecía la abulia colectiva como la enfermedad que achacaba, y por tanto también unía, al pueblo centroamericano.23 Esta visión aglutinadora se ajustaba al unionismo político que Mendieta llevaba abogando desde inicios de siglo para acabar con la sucesión de dictaduras, educar al pueblo centroamericano y hacer frente a la invasiva presencia económica, militar y política de Estados Unidos en el istmo.24 En términos continentales, la ideología práctica de Mendieta formaba parte de la tradición intelectual letrada del pensamiento latinoamericano orientada a la unidad continental.25

Los puntos de contacto entre el discurso de Mendieta y las alusiones de Salarrué al “indio” triste y dormido son patentes. El discurso del nicaragüense se centraba en la impotencia, la tristeza y la insignificancia del carácter del centroamericano, de un pueblo cuyas “energías dormidas” había que actualizar.26 La referencia a un pueblo enfermo y dormido también consta en los escritos periodísticos del escritor salvadoreño. En “La ciudad enferma” identificaba San Salvador con una ciudad “tísica, endeble”, sin parques bellos con jardines y fuentes en los que se pudiese jugar, leer o soñar; una ciudad que despreciaba a sus poetas y que carecía de una sala para que los artistas exhibiesen su arte autóctono.27 Bajo un título que también anticipaba un padecimiento, “La fuente envenenada” diagnosticaba que el “temor” y la “indolencia” mantenían el corazón dormido de los salvadoreños y solamente el alcohol lograba despertarlos momentáneamente.28 Las referencias a la indolencia y la somnolencia del salvadoreño aparecen aquí con espíritu regenerador, ya que el autor ofrece un remedio, el de “la embriaguez natural del amor a la vida”.29 Nótese, además, que el diagnóstico no concernía a la población indígena exclusivamente, sino al pueblo salvadoreño.

En una de sus cartas publicadas en el diario Patria que dirigió al rector de la Universidad de El Salvador, Salarrué destacaba con un discurso racialista y latinoamericanista, en línea con el de Mendieta, que el nuevo continente había desarrollado un “tropicalismo endémico”, o “sentimiento endémico de incapacidad racial”, que consistía en un complejo de inferioridad por el contacto con “civilizaciones adultas”.30 Él mismo hablaba de El Salvador como un país subdesarrollado: “Nos tienen y somos (admitámoslo humildemente) como uno de tantos pueblos subdesarrollados”.31 En su declaración resonaba la aflicción que, como bien recuerda Martin S. Stabb, la guerra entre España y Norteamérica causó entre los latinoamericanos: el sentimiento “de la derrota de una morena ‘raza’ sureña a manos de una ‘raza’ norteña de ojos azules, un buen ejemplo del triunfo de un pueblo ‘más apto’ sobre un grupo ‘inferior’”.32 Asimismo, Salarrué hacía una demanda que coincidía con lo que Ignacio Sánchez Prado identifica como una de las agendas esenciales del latinoamericanismo del Ateneo de la Juventud mexicano, a saber, un “reclamo de la ciudadanía cultural de América en el ‘banquete de la civilización’ occidental”.33 Pues en su carta al rector, además de definir a los salvadoreños como “casi mexicanos”, Salarrué proclama con esperanza “la aurora de un complejo de superioridad” entre escritores “papagayos” como él.34 De esta manera, con un discurso racialista que sopesaba las características psicológicas (complejo de inferioridad y superioridad) y culturales de la raza de su pueblo, Salarrué prometía la ascendencia del pueblo centroamericano en la escala de jerarquías raciales heredadas del pensamiento positivista europeo. Centroamérica como una región civilizada estaba en juego. Ahora bien, sería desacertado inferir de esta necesidad que la clase letrada tenía de despertar las energías dormidas del pueblo centroamericano una adhesión al proyecto civilizador europeo. La solución a la enfermedad de inferioridad racial no era, según Salarrué, la imitación de sistemas pedagógicos europeos sino “una base autóctona de civilización y progreso [y la] guerra sin cuartel a las viejas normas europeas”.35 Hay que entender esta llamada a una pedagogía autóctona como una reacción a los efectos del proceso civilizador europeo que el narrador de “Almario” describe en términos demoledores:

En “La Vuelta del Pasado” [título de un libro escrito por el narrador protagonista cuya sinopsis ofrece a continuación], yo imagino una revolución mundial en contra de la mal llamada Civilización y el funesto Progreso. Es la guerra del hombre contra la máquina absorbente, la guerra contra el oro, la guerra contra el estómago, la guerra contra el hombre mecánico, contra el sér tornillo.36

La idea de revolución (de re-volvere: dar vuelta hacia atrás) surge en el narrador tras años de cambios en las tierras de su padre. Las palabras máquina, mecánico y tornillo sugieren la tecnificación del campo. En otra ocasión, describe el ingenio de azúcar que construyó su padre como “vivos mastodontes de acero [que] devoraban las cosechas de caña con mascar monótono, estrepitoso”.37 De las menciones del oro, el estómago, el hombre mecánico y el ser tornillo se desprende la imagen del trabajador moderno que para subsistir no le queda más remedio que permanecer engranado en una máquina de producir dinero. Es una imagen de técnica y poder disciplinario cuyo efecto ilustra el narrador de “Almario” al referir al progreso como el dominio sobre lo externo que acaba taimando al hombre.38 Pero la crítica que Salarrué hizo en este texto al progreso heredado de los europeos no se detenía en el modo de producción:

Ante el empuje formidable de una nueva conciencia, caen uno a uno aquellos grotescos tótems erigidos por el convencionalismo estúpido y la superstición: Religión, Pátria, Deber, Honor, Raza y demás gules y mounstros de la sociedad humana. Troqué la Religión en el culto de uno mismo; la Pátria en el Universo; el Deber en el Derecho y la Raza en El Hombre…La revolución, triunfó; el pasado volvió y se echaron los nuevos cimientos de la vida con la esperanza en cada mente, el amor en cada corazón y en cada labio un cántico de verdadera juventud. Mi Humanidad llegó a comprender con una convicción absoluta, que para llegar al cielo era vana una Torre de Babel, que lo que precisaba era un pozo profundo en cada espíritu.39 (cursiva añadida)

Tal como continua el narrador de “Almario”, los problemas de la sociedad moderna abarcaban la aceptación de modos de pensar mediante categorías ordenadoras del mundo dadas por válidas (tótems, gules) –como religión, nación, raza– que restringían la mente del individuo. Obsérvese el énfasis que el autor añade con la repetición de la palabra cada (cada espíritu, cada mente, cada corazón, cada labio), un adjetivo que en este caso individualiza a cada uno de los humanos dentro de la pluralidad humanidad. La revolución o nueva conciencia que proclama el narrador es de naturaleza introspectiva, un movimiento de adentro hacia afuera: de la mente y del corazón hacia el labio. Con el símbolo de la Torre de Babel, la última sentencia confirma el rechazo al progreso entendido como una conquista de la realidad material exterior. Salarrué invirtió la alusión al conocimiento técnico necesario para la construcción de la torre mediante la imagen del pozo, obra de ingeniería que requiere una técnica de perforación semejante a la penetración que supone el conocimiento de la realidad espiritual o interior. La alternativa que “Almario” planteaba al proyecto civilizador occidental consistía, pues, en la búsqueda de Dios y de la verdad dentro de uno mismo, penetrando el espíritu. Por lo tanto, las alusiones de Salarrué al “indio” triste dormido tienen que entenderse como una manifestación de la crisis espiritual que él consideraba estaba afectando la población centroamericana. La centralidad que le concedió a lo espiritual sugiere una lectura de la somnolencia en su obra como una forma de duermevela o estado meditativo.

El que duerme, dormita o sueña con los ojos abiertos en la obra de Salarrué está lejos de ser perezoso. Más bien, la duermevela está relacionada con la penetración del espíritu (sinónimo de verdad, para Salarrué) mediante la meditación.40 No obstante, visto desde afuera, el que contempla o medita parece inactivo. El protagonista de su novela Ingrimo (1970) advierte cómo meditar implica, de hecho, gran actividad: “No se dan cuenta mis oponentes de lo que significa tener una vida interior. Puede estar uno inmóvil todo el día en una hamaca, meditando a tal velocidad que ni los jetes estratosféricos”.41 El propio Salarrué se sintió blanco de la mirada insensible al sentir espiritual, tal como expresó en “Mi respuesta a los patriotas” (1932): “‘Tú que eres sereno, tú que ves las cosas con los ojos adormilados, tú que estás siempre en la tierra del ensueño, en ese mundo irreal…dígnate pisar con tus plantas la tierra firme, siquiera por una vez…’. Y se han echado a reír”.42 Por lo que se deduce de la alusión a los ojos entornados y la levitación, el escritor se había ganado la fama de místico entre sus amigos. Por entonces, ya llevaba publicados varios libros cuyos protagonistas o narradores presentaban tendencias a la ensoñación y la divagación. La crítica que escribió Enrique Anderson Imbert sobre su cuentística refiere también a una mirada que se asocia a la duermevela: “[Salarrué] observes reality without being a realist, and he envelopes it in a magic halo or mist. He is like a sleepwalker who observes with open eyes yet does not really see the world about him”.43 Ya fuese mediante ojos adormilados, sonámbulos o de ensueño, la sensibilidad mística de Salarrué se manifestaba en su literatura y su pintura en forma de vitalismo teosófico.

Se entiende aquí por vitalismo teosófico el concepto que Marta Elena Casaús Arzú acuña para referir a una variedad de discursos que circulaban en círculos intelectuales centroamericanos en las décadas de 1920 y 1930 y entre los cuales la teosofía y el vitalismo se entrecruzaban.44 Por lo que respecta a la teosofía en Centroamérica y el resto de América Latina, Eduardo Devés Valdés y Ricardo Melgar Bao puntualizan que se trataba más bien de una sensibilidad teosófica-oriental ya que provenía de un movimiento espiritualista ecléctico en el que se combinaban elementos teosóficos con el espiritismo, el orientalismo, el hinduismo o “escuelas al interior de este universo”.45 En cuanto al vitalismo, también resultó heterogéneo en Centroamérica pues, como Casaús Arzú destaca, era una hibridación entre el pensamiento occidental y oriental de figuras como Leo Tolstoi y Jiddu Krishnamurti.46 Como se verá en lo que sigue, la obra pictórica de Salarrué muestra familiaridad con ideas de estas corrientes de pensamiento.

La pintura Emperor of Atlantis (s.f.) permite analizar de qué modo el vitalismo y la teosofía convergieron en la obra autóctona de Salarrué (fig. 1).47 Sin prestar atención al título, la obra sitúa al observador ante un hombre con los ojos cerrados cuya cabeza y torso están cubiertos por un manto. En primer plano, una mano de dimensiones exageradas reposa sobre el pecho. El tono terroso de la piel sugiere rasgos indígenas. El color grana del manto y la actitud introspectiva de la figura aportan hieratismo a la imagen. Al fondo, entre una vegetación azul-verde se asoma una formación acuífera que recuerda al cenote, los manantiales tan característicos de la península de Yucatán.

Figura 1.

Salarrué, Emperor of Atlantis, s.f., 27¾ x 23¼ pulg. (70.5 x 59 cm). Colección Bruce W. Clark (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Bruce W. Clark)

Figura 1.

Salarrué, Emperor of Atlantis, s.f., 27¾ x 23¼ pulg. (70.5 x 59 cm). Colección Bruce W. Clark (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Bruce W. Clark)

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A primera vista, el cuadro reivindica una autoctonía de orígenes mayas o indoamericanos. Pero como se deduce del título, la figura del hombre con tapado carmesí personifica la raza roja del supuesto continente extinguido de la Atlántida. Este dato, sin embargo, no afecta la asociación que el cenote despierta con la región mesoamericana. La alusión al pensamiento de José Vasconcelos es indiscutible. Escribió el filósofo mexicano en La raza cósmica (1925):

voces que traen acentos de la Atlántida, abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos miles de años, y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura.48

El manto sobre la figura del emperador introduce la solemnidad del hombre rojo sabio de Vasconcelos. Aunque sin hacerlo explícito, Vasconcelos adaptó en La raza cósmica la teoría de la dirigente teósofa Helena Petrovna Blavatsky que establecía una serie de razas precedentes a los humanos que poblaban el mundo en el siglo XIX y entre las cuales identificaba la de los atlantes.49 Era un ejemplo de cómo el pensamiento esotérico podía converger con teorías evolutivas. Salarrué, por su parte, también incorporó en Emperor of Atlantis el pensamiento racialista característico de la época. El cenote detrás del emperador permanece como detenido en el tiempo, al igual que el alma del atlante en la cita de Vasconcelos. Si bien el hombre del cuadro no enseña unas pupilas cargadas de una sabiduría olvidada, los ojos cerrados pueden leerse con relación a la referencia vasconceliana a la raza de atlantes que “se durmieron hace millares de años para no despertar”.50 El gigantismo de la mano amplía la pesadez del tiempo y del sueño del atlante. Los pliegues del tapado se mantienen quietos. El emperador está inmóvil, como una piedra de la que parece haber sido tallado el contorno rectilíneo de la nariz con su trazo marcadamente grueso. El sueño profundo del atlante, como representante de una raza destinada a la extinción, refuerza la fatalidad racial que, como se mencionó, la novela Catleya Luna manifestaba acerca del indígena. No obstante, cuando se considera Emperor of Atlantis junto a otras obras en las que Salarrué pintó figuras con los ojos en duermevela, se descubre una vitalidad que trastoca esta lectura.

En el arte pictórico del artista salvadoreño se hallan pinturas todavía sin fechar que, al igual que Emperor of Atlantis, presentan figuras bajo mantos y con ojos en duermevela. La monja blanca (s.f.), uno de los cuadros más conocidos del pintor (fig. 2), figura una mujer con griñón blanco cuyo rostro Ricardo Lindo describe como que “guarda un enigma en la mirada de los largos ojos rasgados”.51 Salarrué acentúa el misterio de la monja en su relato “Pintor de apariciones”, donde el pintor protagonista alude a ella como la aparición de una mujer difunta afectada por “el mal del místico”.52 Aunque el cuento insinúa la existencia del mundo astral –“Ella pudo haber acudido a mi invocación desde las regiones celestes o astrales o desde su tumba (si a usted le parece más lógico)” – el enigma de la aparición de la monja queda sin resolver, dejado al lector a descifrar.53 En el caso de la pintura La monja blanca, también es el espectador a quien se le cede el ejercicio de penetrar el misterio de los ojos entrecerrados.

Figura 2.

Salarrué, La monja blanca, s.f., óleo sobre lienzo, 21½ x 18¾ pulg. (54.5 x 47.5 cm). Colección Nacional de Artes Visuales de El Salvador (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Federico Trujillo)

Figura 2.

Salarrué, La monja blanca, s.f., óleo sobre lienzo, 21½ x 18¾ pulg. (54.5 x 47.5 cm). Colección Nacional de Artes Visuales de El Salvador (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Federico Trujillo)

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En este punto convergen varias lecturas que la trayectoria etimológica de místico permite iniciar. El término místico (mystikós) presenta un origen similar a la palabra misterio (del griego mystérion, que denota “secreto” y “ceremonia religiosa para iniciados”): ambas derivan de mýō, expresión que significa “yo cierro”.54 Si bien el aspecto de cerrado podría referir al carácter reservado de una práctica espiritual de un grupo selecto de individuos, resulta interesante señalar que el significado de myein (del cual también deriva mystikós) especifica la acción de “cerrar la boca o los ojos”.55 Vista así, la mirada en La monja blanca adquiere un significado simbólico accesible mediante la interpretación. De acuerdo con la noción que Salarrué plantea de la aproximación al arte en “Aspectos del arte moderno: El otro. La clave. Arte intemporal. El ojo mágico” (1949), este ejercicio interpretativo sería más de naturaleza intuitiva que intelectual: “A un museo moderno entramos con los ojos abiertos para saborear lo que allí hay, con los ojos cerrados”.56 La alusión a saborear el arte con los ojos cerrados no es fortuita, sino que tiene que entenderse tomando en cuenta el rol que la vista tiene en la tradición filosófica occidental. En sus observaciones sobre los sentidos, Pasi Falk puntualiza que gran parte de la filosofía occidental eleva el sentido de la vista a partir de la premisa según la cual el humano aprehende la realidad mediante imágenes mentales.57 De la cita de arriba, sin embargo, se desprende un acercamiento al acto de reflexión a través de los sentidos. Salarrué lo vincula al “ojo mágico…aquel del cual habló Plotino cuando dijo: ‘Nunca viera el ojo el sol maravilloso si antes no asumiera su forma’”.58 Aunque sin abandonar la referencia a lo visual –una crítica que hizo Vasconcelos a Plotino (“Ni siquiera Plotino escapa a la obsesión de la imagen visual. Aun para ver a Dios tiene que fabricarse ojos internos”)– la mención que hace Salarrué de Plotino es valiosa en cuanto a que metafóricamente sugiere la metamorfosis del ojo en sol.59 Es decir, el ojo asume la forma del sol para interpretarlo. Esta operación de asumir la forma del otro se expresa en sus pinturas en el tratamiento de las manos especialmente, las cuales adoptan la forma de un otro no humano.

Tal como sucede en Emperor of Atlantis, los ojos entrecerrados en La monja blanca invitan al público a descifrar el misterio del cuadro deslizando la mirada hacia la mano. Si la mano del emperador atrae por su dimensión ciclópea, la de la monja es una mano que rompe en forma con la composición de una mano humana. El guante oculta una extremidad cuya estructura despierta asociaciones con unas raíces. El motivo vegetal continúa con la flor orquidácea que la otra mano sujeta. Al mismo tiempo, los pétalos que conforman el velo cubriendo la cabeza de la religiosa asemejan los de las orquídeas. El título de la pintura reitera el tema floral aludiendo a la orquídea Lycaste virginalis mediante su nombre común. La clave de los ojos misteriosos yace en hacer asumir al ojo la forma de la orquídea. Este ojo no equivale al órgano de la vista, sino a un ejercicio intuitivo que, para Salarrué, permitía una “claridad de síntesis” y que en La monja blanca se manifiesta en la composición de una forma reuniendo mano y raíces.60

Jorge Palomo ha señalado la importancia de la deformación en las manos en un grupo de obras de Salarrué compuestas entre 1944 y 1948.61 Si bien estima que Emperor of Atlantis es de producción posterior a estos años, la insistencia de la deformación en las manos bien podría ser una característica de la obra salarrueña que recurre más allá de la década de los cuarenta.62 Sin título y sin fechar, recogida en una diapositiva en la colección Salarrué, Niño con manto/árboles también presenta una alteración en las extremidades humanas: nótese que los dedos del niño tienen la misma apariencia que las pequeñas raíces de los árboles a su alrededor (fig. 3). Bajo un manto y en duermevela, los ojos del niño se dirigen a uno de los arbolitos. Estos, elevados en el aire a la altura de los oídos, parecen estar comunicándose con él, mientras las manos del niño adoptan la forma del otro no humano.63

Figura 3.

Salarrué, Título desconocido (Niño con manto/árboles), s.f., diapositiva. Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Museo de la Palabra y la Imagen)

Figura 3.

Salarrué, Título desconocido (Niño con manto/árboles), s.f., diapositiva. Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Museo de la Palabra y la Imagen)

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Probablemente compuesta en la década de 1960, la Niña del zúngano (s.f.), contiene, a su vez, un devenir no humano (fig. 4).64 También con tapado y ojos en duermevela, la mujer presenta unas manos que, aunque no deformadas, están lo suficientemente estilizadas para amoldarse en forma y color al de la fruta del zúngano que rodea con ellas. Una vez más, los ojos medio cerrados en estas pinturas, en combinación con unas manos llenas de vitalidad, indican al ojo del observador que se traslade del rostro a las extremidades.

Figura 4.

Salarrué, Niña del zúngano, s.f., óleo sobre lienzo, 28¾ x 22¼ pulg. (73 x 56.5 cm). Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Museo de la Palabra y la Imagen)

Figura 4.

Salarrué, Niña del zúngano, s.f., óleo sobre lienzo, 28¾ x 22¼ pulg. (73 x 56.5 cm). Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar; fotografía tomada por Museo de la Palabra y la Imagen)

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En estas pinturas se produce un desplazamiento metafórico del sentido de la vista hacia el sentido del tacto que encarna la mano. La noción de lo háptico, tal como Gilles Deleuze y Félix Guattari la entienden, permite interpretar este desplazamiento en términos perceptivos. Para los filósofos franceses, lo háptico alude a la percepción a través del tacto, sugiriendo que el ojo puede tener una función que no sea óptica.65 De este modo, Salarrué desestabiliza el mismo acto de mirar mediante desplazamientos hápticos que exigen del público una mirada óptico-sensorial. Al desplazar la vista hacia las extremidades, el observador se encuentra con manos que contienen una vitalidad que escapa la lógica: unas manos que se confunden con una fruta en la Niña del zúngano; unos dedos-raíces que hacen de las manos y los brazos troncos humanos en Niño con manto/árboles; una mano gigante petrificada en Emperor of Atlantis; otra que exhibe rasgos vegetales en forma de raíces que alimentan la corola de la flor que es la cofia de la religiosa en La monja blanca. He aquí el rastro del principio vitalista que establece la existencia de una fuerza vital como origen de la vida que no puede ser explicada en términos físicos ni químicos.66 Salarrué usaba el término intuición para referir a este acercamiento a la vida que Henri Bergson había identificado con “el espíritu mismo”, con un impulso único e indivisible.67 Para Salarrué, la intuición también traía la conciencia de una vida indivisible en “perpetuo movimiento”.68 Al igual que el concepto de intuición de Bergson provenía de una reacción al racionalismo occidental en un contexto cada vez más avanzado industrial y tecnológicamente, en Salarrué, la intuición era un nuevo sentido de conciencia que comenzaba a despertar “en una época de materialismo decadente: la época de la razón y de la lógica, que toca a su fin”.69 Esta declaración de crisis por el desarrollo del positivismo y los avances tecnológicos que rompían el vínculo con lo vernáculo fue típica de la vanguardia latinoamericana; un movimiento que, como anota Saúl Yurkievich, derivó en un vitalismo que rechazaba “el exceso inhibidor de la acumulación sapiente” y que buscaba vigorizar la naturalidad perdida mediante “una regresión genética”.70 La vuelta atrás que promulgaba el narrador de “Almario” apelaba a una regresión cuya naturaleza quedaba manifiesta en las pinturas arriba mencionadas: vistos en conjunto, los desplazamientos hápticos estiraban rítmicamente la mirada del observador hacia unas manos en estado de devenir vegetal, o devenir mineral en el caso de Emperor of Atlantis, que trastocaba la lógica evolutiva y sus jerarquías entre lo vegetal, lo animal, lo humano. La mirada racialista que se desprendía de Emperor of Atlantis convivía, por tanto, con una visión vitalista que la desestabilizaba.

El vitalismo bergsoniano no fue la única corriente de pensamiento que influyó en la manera con la que Salarrué llevó a cabo su activismo artístico-espiritual. Para el autor y pintor era imperativo intentar despertar al pueblo centroamericano de la crisis en que lo había sumido la implantación del progreso modernizador occidental. Los tapados que cubren las cabezas de las figuras en las pinturas anteriores reforzaban la noción de penetración espiritual que para Salarrué era importante despertar en la población. Prenda asociada al culto divino, el manto contiene a las figuras confiriéndoles la inmovilidad requerida para la práctica meditativa. La sensibilidad mística del pintor es, además, visible en los ojos en duermevela, un estado de trance que el narrador protagonista de “Almario” alcanza tras continua meditación: “Frecuentemente despertaba en altas horas de la noche con la extraña sensación de estar petrificado. No podía, por mucho que me esforzaba, mover un solo músculo del cuerpo. Apenas sí lograba entreabrir los párpados y lanzar miradas furtivas a través de mis pestañas”.71 En una ocasión que logra separarse de su cuerpo físico, se acerca a él para observar que se halla inmóvil con los ojos “entreabiertos”. Aunque sin llamarla de este modo, describe esta experiencia astral como el viaje en vuelo de su cuerpo mental elevándose en busca de Dios.72 Y es que, según Salarrué, el conocimiento de lo divino era la única tarea que el hombre tenía que emprender para resolver la ignorancia que limitaba su vida. Así lo planteaba en sus comentarios sobre Jiddu Krishnamurti en el diario Patria; figura clave en la Sociedad Teosófica que a inicios de la década de 1930 había renunciado a la condición de mesías que la organización había erigido y, en su lugar, diseminaba su mensaje liberador del mundo mediante escritos y conferencias. El escritor salvadoreño dedicó varios espacios de la sección Juvenecer en Patria al pensamiento de Krishnamurti, en las que se dirigía a los lectores con una intención claramente apelativa: “Quiero ahora volver sobre el enunciado de Krishnamurti de que ‘El problema del mundo sólo es el problema de cada hombre en sí mismo’. El mundo está bien como está…en la medida en que yo me arreglo, el mundo se arregla; [por]que yo soy el mundo”.73 Salarrué insistía en que el conocimiento espiritual era la solución a la ignorancia y recurría a la metáfora de los ojos para ello: “lo que el mundo precisa son ojos”.74 Señalaba la meditación como el método para hacer “conformar cada ojo a la forma de la luz…hasta que hayamos hecho del ojo la luz misma”, axioma que ya se mencionó anteriormente en relación a Plotino.75 Entonces, se llegaría a la conciencia de que las cosas del mundo objetivo están dentro de uno mismo.76 El mundo soy yo es la máxima detrás de los devenires no humanos en las manos de los personajes pintados con manto. Símbolo de iluminación interior, el manto contiene el impulso indivisible de la vida que circula en sus cuerpos y va causando bloques de devenir que, siguiendo a Deleuze y Guattari, no son más que flujos que tiran en dos direcciones a la vez y que, en este caso, causan que las manos humanas y las extremidades vegetales sean indiscernibles.77 Pintando para un público en necesidad de ser regenerado espiritualmente, Salarrué estiraba de este modo en sus lienzos las sensaciones. Los desplazamientos hápticos confundían en el observador el sentido de la vista con el del tacto, invitándolo a suspender el modo de ver heredado. Los devenires vegetales le situaban en el ritmo; en un entre dos medios que comunicaba dos momentos críticos:78 el instante activo de cambio de dirección entre el pensamiento racionalista como ordenador del mundo y del progreso, y otro de naturaleza teosófico-vitalista desjerarquizante de especies.

El carácter desestabilizador de la pintura salarrueña aporta razones para cuestionar la valoración de Rodríguez que plantea el carácter occidentalista y hegemónico de la autoctonía en la obra de Salarrué. Mas, se podría discutir que la propuesta del pintor salvadoreño continuaba subsumida dentro del pensamiento occidental, puesto que tanto las ideas bergsonianas como el eclecticismo que fue la teosofía eran de origen occidental y respondían a experiencias europeas.79 Sin embargo, Salarrué también acudió a fuentes genuinamente autóctonas en su arte regenerador de una nueva conciencia que curase a una región indoamericana amenazada por la racionalidad modernizadora occidental. A mediados de la década de 1930, ya se había ganado la fama de pintor indigenista con sus paisajes regionales y pinturas de motivos indígenas. Su amigo poeta y ensayista Alberto Guerra Trigueros elogió los tapices mayas de Salarrué como “obras de pioneer” que incorporaban “la tradición hierática y decorativa del Mayab antiguo”.80 Durante la Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas (1935), a la que Salarrué acudió en calidad de representante designado por la Asamblea Legislativa para fungir como jurado por El Salvador, la crítica halagó su “hondo sentido del paisaje y del elemento etnológico”.81 Aunque, más que etnológica, su expresión autóctona adoptó una búsqueda de carácter esencialista. Los estudios de Rafael Lara Martínez ya advirtieron sobre el carácter folclórico del indigenismo que el gobierno del general Maximiliano Hernández Martínez promocionó y del que Salarrué fue partícipe, pues fue una política cultural que fomentó una identidad nacional que proyectaba la figura del indígena náhuat-pipil como un “indio” abstraído de su contexto social.82 En este sentido, las alusiones al indígena que Salarrué dejó en su obra pictórica y literaria no aportaron una visión histórica de los coetáneos náhuat-pipiles en El Salvador a los que a veces el autor refería explícitamente.83 Ahora bien, cuando se atiende a su arte desde una perspectiva regional, en lugar de nacional, se detecta una veta propiamente nativa. Es una tendencia que adopta rasgos nahualistas de la cosmovisión mesoamericana. El nahualli es una noción que ha persistido en Mesoamérica desde los olmecas hasta grupos psicomísticos contemporáneos, y desde el sur de Centroamérica hasta el norte de México. Tal como indica Roberto Martínez González, también referido como nahual o nagual, el nahualli denota la capacidad de cambiar de forma, así como de coesencia no humana.84 A continuación, se muestra cómo Salarrué hizo confluir la noción del nahual con el vitalismo y la teosofía en la imagen de una figura de rasgos indígenas en estado contemplativo.

De formato grande rectangular, Sihuanahual es un óleo sin fecha que Palomo estima que data alrededor de 1940 (fig. 5).85 No obstante, la exageración de las extremidades en Sihuanahual bien podría indicar una cercanía cronológica a los cuadros que Palomo identifica con manos deformes entre 1945 y 1948; lo cual dejaría todavía por determinar si Salarrué lo pintó cuando todavía vivía en El Salvador o ya viviendo en Nueva York.86 En cualquier caso, a mediados de los años cuarenta, seguía prevaleciendo una marcada tendencia hacia la búsqueda de una expresión y espíritu americano entre los intelectuales y artistas en Centroamérica, así como en los artistas latinoamericanos exhibiendo en Nueva York por entonces.87 El título del lienzo refleja parte de esta búsqueda al evocar asociaciones con la figura mítica que en El Salvador se conocía con el nombre de la Siguanaba. Esta figura provenía de un mito originalmente náhuat-pipil que narraba la fragmentación de una mujer casada cuyo cuerpo se desgaja en partes para ser infiel a su esposo.88 No obstante, la descripción que Salarrué dio de la “Ziguanaba” en el glosario de Cuentos de barro desechaba la alusión etnológica: “Entidad mitológica, de la leyenda cuscatleca”.89 En su lugar, orientaba al lector hacia una lectura simbólica: “La Ziguanaba es una mujer que vive errante, por las orillas de los ríos y manantiales. Simboliza casi seguramente el Espíritu del río”.90 Del mismo modo, los símbolos que Salarrué plasmó en el cuadro Sihuanahual invitaban al público a penetrar el sentido profundo de una realidad oculta y meditar acerca del estado espiritual de la época.

Figura 5.

Salarrué, Sihuanahual, s.f., óleo sobre lienzo, 41 x 48⅞ pulg. (104 x 124 cm). Colección privada (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark, Selva Prieto Salazar y Asociación Museo del Arte de El Salvador; fotografía tomada por Eduardo Fuentes)

Figura 5.

Salarrué, Sihuanahual, s.f., óleo sobre lienzo, 41 x 48⅞ pulg. (104 x 124 cm). Colección privada (reproducción cortesía de Paul Salarrue Clark, Bruce W. Clark, Selva Prieto Salazar y Asociación Museo del Arte de El Salvador; fotografía tomada por Eduardo Fuentes)

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Ya a primera vista, la figura en primer plano en Sihuanahual carece de los largos senos que distinguía la leyenda popular en El Salvador.91 Más bien, Salarrué le dio un pecho andrógino que en vez de estar deformado aparece reducido y sin cesar de mirar.92 Ubicado con poca naturalidad en el centro del tórax, el pezón rodeado por la aureola se asoma como un tercer ojo, o ese órgano de visión espiritual que la teosofía identificó desde el inicio de las especies cuando todas eran hermafroditas.93 El pecho-ojo de Sihuanahual atrapa la mirada del observador y anuncia una realidad oculta a ser penetrada. A esta realidad, el pintor le concedió un ambiente eminentemente natural: una cavidad rocosa, un río y un volcán en erupción que comunica desde el fondo del lienzo el carácter tropical de la escena. Por contraste, el manto y la máscara que recubren la figura de Sihuanahual son artefactos y, por tanto, foráneos al espacio natural. En el contexto del tropicalismo que Salarrué denunció como un complejo de inferioridad del centroamericano frente a la superioridad del hombre blanco occidental, el manto mantiene a Sihuanahual en una posición inferior. Pero, al mismo tiempo que el manto la inmoviliza, Sihuanahual aparece en el acto de retirarse la máscara. Para Salarrué, la máscara simbolizaba el convencionalismo social; quitársela, implicaba una liberación.94 Cubierto con la máscara, el rostro de Sihuanahual estaba dormido, forzado al sopor que causaba obedecer a un mundo exterior impuesto. Sin la máscara, Sihuanahual mira contemplativamente al futuro. Así como el manto la territorializaba a un eterno errar por los márgenes de la periferia, en su función desterritorializadora, la aísla para permitir su iluminación espiritual y liberación. Procedente de un foco exterior a la pintura, la luz se vuelve conceptual al caer sobre el manto y la parte superior de la carcasa de color blanquecino. De este modo, Salarrué inducía al público a detectar en la epidermis humana una construcción social a abandonar, una noción racial a desechar; en el contraste entre la rotura trenzada de la carcasa y el cabello suelto de Sihuanahual, recogimientos del deseo a destrenzar y liberar.

Para ahondar en qué futuro los ojos de Sihuanahual atisban, hay que fijarse en la composición del óleo: en forma de espiral, empieza en el pecho, se proyecta a lo largo de la curvatura del brazo, del muslo, del contorno del manto, hasta un punto infinito más allá de la obra hacia el cual la mirada de Sihuanahual se dirige. Tres lecturas se desprenden de esta composición en espiral. Una de ellas seguiría la teosofía. La sugerencia de hermafroditismo y el tercer ojo, la alusión al cambio de piel y el volcán en estado de erupción son elementos que combinados evocan la evolución de las razas de la teosofía. The Secret Doctrine (1888) de Blavatsky refería a la evolución de las razas raíces en función de una serie de rondas o ciclos cósmicos necesarios para completar la evolución. En el diagrama del desarrollo de las razas raíces en la cuarta ronda visible en la figura 6, la línea proseguía en forma de espiral desde la primera raza raíz hasta la séptima raza, desde el momento inicial y descendiente en el que la mónada se transforma en materia, pasando por la línea media de la base en la que el espíritu y la materia se equilibran en el humano, hasta que ascendientemente lo espiritual va afirmándose a costa de lo físico para desembocar en la séptima raza de la séptima ronda.95 De este modo refería Blavatsky al momento actual:

Our race then has, as a Root-race, crossed the equatorial line and is cycling onward on the Spiritual side; but some of our sub-races still find themselves on the shadowy descending arc of their respective national cycles; while others again—the oldest—having crossed their crucial point, which alone decides whether a race, a nation, or a tribe will live or perish, are at the apex of spiritual development as sub-races.96

En relación con esta lectura, Sihuanahual mostraría el estadio de transición de la quinta raza, aria o europea (simbolizada en la carcasa) hacia el desarrollo espiritual de las razas posteriores de las Américas. Así como la trayectoria de la línea evolutiva teosófica empezaría en el ojo-pecho de Sihuanahual, evocador del hermafroditismo en todas las especies vivientes en los inicios de la historia esotérica, acabaría en los ojos de ella que fijarían el punto de una raza en un estado de esplendor espiritual. La erupción volcánica al fondo enunciaría el desarrollo de una América superior, al modo de los cataclismos de conflagración volcánica que Blavatsky advertía como señales del fin de la raza raíz aria actual.97

Figura 6.

Helena Petrovna Blavatsky, “Evolution of Root Races in the Fourth Round,” diagrama. The Secret Doctrine: The Synthesis of Science, Religion, and Philosophy (Pasadena: Theosophical University Press, 1999)

Figura 6.

Helena Petrovna Blavatsky, “Evolution of Root Races in the Fourth Round,” diagrama. The Secret Doctrine: The Synthesis of Science, Religion, and Philosophy (Pasadena: Theosophical University Press, 1999)

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Más allá de la teosofía, la composición de esta pintura plasma una fuerza vitalista que solo puede ser intuida. Mauricio Alfredo Linares Aguilar pone de relieve la insistencia de la línea ondulada en la obra pictórica de Salarrué: “Esta línea se convierte en serpiente, en caracola, en árbol, en cabello, en monstruo, o en una letra S. La línea ondulada es un elemento vibratorio que sugiere la transmisión de energía y añade soltura no sólo a sus trazos, sino también a gran parte de sus composiciones”.98 En Sihuanahual la línea serpentina va repitiéndose a lo largo del lienzo: la S que forman el brazo y la pierna derecha; la cola de la iguana; la rotura trenzada de la carcasa; los dedos serpentinos de epidermis humana que devienen raíz y sobre los que se posa la carcasa; el río en forma y color de serpiente. Desde el punto de fuga volcánico desde el cual fluye el río, las líneas serpentinas se van repitiendo para generar un ritmo que dirige la mirada hacia el primer plano en el que la curvatura de las extremidades de Sihuanahual están en plena tensión. Recurriendo a lo que Deleuze vio en un cuadro de Francis Bacon, se podría decir que el lienzo de Salarrué hace visible las fuerzas invisibles o poderes del futuro, las cuales hacen contorsionar el cuerpo de Sihuanahual.99 Hay una fuerza imperceptible que contagia a Sihuanahual. Es una fuerza que intensifica la sensación de una carne animal aprisionada bajo una piel, o bien en un cuerpo exclusivamente humano del cual se libera y reestablece conexión con su animalidad. Resulta coherente encontrar la espiral de Fibonacci o de oro en este óleo (fig. 7), una proporción que se encuentra en la naturaleza y que desde Vitruvio es incorporada en el arte por su armonía, como ideal de relación entre dos magnitudes.100 En Sihuanahual, la sección áurea reconecta al humano con la naturaleza. El ojo capaz de ver un estado anterior a la distinción entre humano y naturaleza está en Sihuanahual desligado de la cabeza y conectado desde el pecho con una espiral áurea armónica que crea un movimiento en el ojo del observador, haciéndolo desplazar y forzándolo a adoptar un modo renovado de mirar. La nueva visión u ojo liberado revela al espectador una fuerza vitalista que se resiste a ser atrapada, una fuerza que no entiende de diferencias raciales ni de género. El futuro que los ojos de Sihuanahual atisban es uno en el que su cuerpo sea parte del todo, estableciendo conexiones con el resto de la naturaleza, ajeno a las diferencias y jerarquías intrascendentes de la doxa humana.

Figura 7.

Espiral áurea en Salarrué, Sihuanahual.

Figura 7.

Espiral áurea en Salarrué, Sihuanahual.

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Una tercera lectura añade al carácter desterritorializador de la composición que Salarrué concibió en Sihuanahual una orientación claramente autóctona. Pues mientras que el manto deforma y fuerza la carne de Sihuanahual a establecer una alianza con la naturaleza a través de la meditación, Salarrué se preocupó de atribuir a este misticismo una connotación indoamericana. El título de la pintura predisponía al público a acercarse al lienzo teniendo en cuenta la noción mesoamericana de nahualli. Más complicado sería afirmar con exactitud qué se entendía por entonces por nahual ya que el acercamiento etimológico de Martínez González al nahualismo muestra que “siempre pueden existir juegos de palabras o deslizamientos de sentido que tienden a acercar vocablos que no comparten una misma raíz”.101 Aun así, parece haber dos nociones de nahual con las que Salarrué jugó en Sihuanahual. Por un lado, el cambio de forma en Sihuanahual sugiere la idea del brujo transformista. Su presencia en la cueva se entendería mejor, ya que existe la creencia según la cual el hombre-nahualli acude a una montaña para cambiar su piel por otra de animal.102 El cambio de forma con una piel, cobertura, revestimiento son significaciones de nahual que remiten a “disfrazado, enmascarado, secreto”, una acepción que se avenía con la sensibilidad esotérica en Salarrué.103 Aunque ni el disfraz ni la máscara que llevaba Sihuanahual al entrar en la cueva eran de animal. Más bien, siguiendo su característica tendencia a jugar con conceptos opuestos e invirtiéndolos simbólicamente, Salarrué representó mediante la máscara y la carcasa de piel humana blanca la necesidad de abandonar revestimientos culturales impuestos desde Europa y Norteamérica que mantenían ocultos una esencia autóctona a explorar artísticamente.

Por otro lado, la transformación de Sihuanahual evoca la noción de nahual como entidad compañera. Esta coesencia no humana ya es sugerida en el título: la Siguanaba encuentra su nahual en la iguana (S-iguana-hual). El continuo entre cuerpo humano y animal se reafirma en el rostro todavía humano de Sihuanahual, aunque con rasgos reptilianos, pues en contraste con el color terroso de las extremidades, revela unos matices más oscuros de tono olivoso. Al deslizar la mirada hacia el cuello, se descubre un bocio con el mismo tono que la cara. Las pinceladas de luz largas y suaves en el cuerpo, a partir del cuello dan paso a trazos cortos que acentúan las sombras y que establecen un ritmo cromático frío con la figura reptil a la izquierda que asemeja a una iguana. La línea curva del brazo del reptil establece otro ritmo junto al brazo de Sihuanahual. La iguana y la figura reptil-humana no solo comparten nombre, color y modo de reptar; ambas tienen papada y mudan la piel. La íntima relación que el humano establece con su doble animal según el nahualismo contribuye en esta pintura con una visión ecológica que desarticula la noción del humano como ordenador del resto del mundo. El flujo entre Sihuanahual y la iguana, así como entre los personajes humanos de las pinturas anteriormente comentadas y sus extremidades en estado de devenir no humano, sugiere una concepción del mundo según la cual no hay cabida para jerarquías.

En el contexto centroamericano del primer tercio del siglo XX, en el que artistas e intelectuales reivindicaron un pensamiento propio a través de sus escritos y participación en el campo político, así como en espacios de sociabilidad, como clubes unionistas, sociedades teosóficas, logias masónicas y círculos vitalistas, el pensamiento que se desprendía de las publicaciones y el arte pictórico de Salarrué se encontraba en la línea del regeneracionismo de la época.104 Como bien indica Teresa García Giráldez, el proyecto unionista regenerador de los males de la patria grande centroamericana no consistió exclusivamente en una reacción a lo europeo o angloamericano, sino que también tiene que entenderse como una “defensa y reforzamiento de lo propio en términos indigenistas, mestizófilos y espiritualistas”.105 Este último aspecto es el que tuvo más importancia en la autoctonía entendida por Salarrué; pues, como ya se vio, su indigenismo no correspondió con la cultura náhuat-pipil en El Salvador del siglo XX, sino con una cosmovisión mesoamericana en términos espirituales. La pintura Sihuanahual permite trazar el modo con el cual Salarrué intentó contribuir a remediar una crisis que él diagnosticó en términos espiritual-filosóficos y que, vista desde una perspectiva ecológica, se asemejaba a lo que Lawrence Buell (1995) llamaría una crisis de la imaginación.106 La cura que las pinturas de Salarrué ofrecían tenía que ver con otras formas de imaginar la relación del humano con la naturaleza que las heredadas de las corrientes filosóficas hegemónicas en Europa. Recurriendo al nahualismo autóctono y a ideas de corrientes europeas minoritarias, como el vitalismo y la teosofía, su arte rompía con las restricciones del pensamiento racionalista, con conceptos y categorías que limitaban el continuo que sus pinturas insinuaban entre humano, animal, vegetal, mineral y el resto de los fenómenos naturales que integran el universo. Su visión del artista como “dueño de los poderes hierofantes de entregar la clave” de un arte “simbólico, por fuerza” invitaba al observador a acercarse a sus cuadros como revelaciones de un conocimiento esotérico incomprensible mediante la aproximación racionalista.107 Dicho de otro modo, las pinturas de Salarrué requieren “un ojo entrenado”, una visión que Ricardo Chaves y Alejandra Galicia creen necesaria para identificar el contenido de lo que ellos llaman la esoterósfera, o esfera cultural del esoterismo latinoamericano, que a inicios del siglo XX tuvo una notable presencia en campos como la política, las letras, las artes plásticas, la educación, entre otros.108 De ahí la importancia de desentrañar los discursos que se entrelazan en la producción artística salarrueña. La confluencia del vitalismo, la teosofía y el nahualismo tratada aquí se adentra en esta veta recientemente abierta que es el estudio del componente esotérico del pensamiento latinoamericano. Queda todavía por ahondar en los fundamentos metafísicos y estéticos del pensamiento salarrueño, así como en sus implicaciones en la historia de las ideas.

La autora desea dar las gracias a Jorge Palomo, por su rigor y generosidad, a Carlos Henríquez Consalvi, por su aporte y dedicación, y a Ricardo Humano, esté donde esté.

Title of this essay in translation: Indo-American theosophical vitalism in Salarrué’s paintings

1.

Ileana Rodríguez, Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica (Managua: IHNCA-UCA, 2011), 182.

2.

Rodríguez, Hombres de empresa, 187.

3.

Astrid Bahamond, Procesos del arte en El Salvador (San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2012), 100–106; Hugo Lindo, prólogo a Obras escogidas, de Salarrué (San Salvador: Editorial Universitaria de El Salvador, 1969), xlviii; Sergio Ramírez, prólogo a El ángel del espejo y otros relatos, de Salarrué (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985), ix; El Salvador: panorámica de la pintura siglo XX (San Salvador: Fomento Cultural Banco Agrícola de El Salvador, 2004), 28.

4.

Salarrué cursó estudios en la Corcoran School of Arts en Washington entre 1917 y 1919. Vivió en Nueva York en calidad de Agregado Cultural a la Embajada de El Salvador en los Estados Unidos desde 1946 hasta 1958.

5.

En Centroamérica, la revista Repertorio americano sirvió como medio difusor de estas nuevas inquietudes. También son conocidas las Exposiciones de Artes Plásticas que se llevaron a cabo en Costa Rica a partir de finales de la década de 1920 y que presentaron una inclinación por las corrientes de vanguardia y el tema del paisaje rural. En la Primera Exposición Centroamericana de Artes plásticas en 1935, Salarrué formó parte del jurado en calidad de delegado de El Salvador. Véase Eugenia Zavaleta Ochoa, Exposiciones de artes plásticas en Costa Rica (1928–1937) (San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2004), 23.

6.

Bahamond, Procesos del arte, 103.

7.

Carlos J. Alonso, The Spanish American Regional Novel: Modernity and Autochthony (Cambridge: Cambridge University Press, 1990), 11–18.

8.

Salarrué, Cuentos de barro (1933; San Salvador: Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación, 1962).

9.

Ricardo Roque Baldovinos, El cielo de lo ideal: literatura y modernización en El Salvador (1860-1920) (San Salvador: UCA Editores, 2016), 237–61.

10.

Roque Baldovinos, Cielo de lo ideal, 241–54.

11.

Roque Baldovinos, 258.

12.

Ricardo Roque Baldovinos, “La cultura”, en El Salvador: historia contemporánea, 1808-2010, ed. Carlos Gregorio López Bernal (San Salvador: Editorial Universitaria, 2015), 354.

13.

Salarrué, “Almario”, relato inédito, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, C-SAL01.C.S.F11. Todas las citas de “Almario” son cortesía de Paul Clark, Bruce W. Clark y Selva Prieto Salazar.

14.

Salarrué, Catleya Luna (1974; San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1999), 314–15.

15.

Cabe recordar que a partir del primer tercio tras la Independencia se sucedieron varias rebeliones indígenas con motivo de reordenamientos de la propiedad territorial que legalizaban la expropiación de tierras comunales: Tejutla (1832 y 1833), Ahuachapán (1842 y 1845), entre San Pedro y Santiago Nonualco (1882), Nahuizalco (1884), Izalco (1885). Las sublevaciones eran indicadores de una población indígena que resistía a someterse a los cambios que las administraciones del Estado iban introduciendo en beneficio de los terratenientes criollos. Véase, por ejemplo, Rodolfo Cardenal, Manual de historia de Centroamérica (San Salvador: UCA Editores, 1996), 264. Véase también Patricia Alvarenga, Cultura y ética de la violencia: El Salvador 1880-1932 (San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2006), 46.

16.

Patricia Alvarenga, “Sexualidad, corporalidad y etnia en la narrativa centroamericana de la primera mitad del siglo XX”, en Tensiones de la modernidad: del modernismo al realismo, ed. Valeria Grinberg Pla y Ricardo Roque Baldovinos (Guatemala: F&G Editores, 2009), 358.

17.

Para el caso de El Salvador, véase el estudio de Carlos Gregorio López Bernal, “Identidad nacional, historia e invención de tradiciones en El Salvador de la década de 1920”, Revista de Historia 45 (2002): 35–71. Una visión comparada centroamericana la ofrece David Díaz Arias, “Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal, 1870-1944”, Revista de Estudios Sociales 26 (2007): 58–72.

18.

Roque Baldovinos, Cielo de lo ideal, 261.

19.

Salarrué, Cuentos de barro, 126.

20.

Salarrué, 11.

21.

Salvador Mendieta, La enfermedad de Centro América: terapéutica, t. 3 (Barcelona: Tipografía Maucci, 1934), 13.

22.

Mendieta, Enfermedad de Centro América, 16–18.

23.

A grandes rasgos, Tzvetan Todorov entiende por racialismo la doctrina que establece la existencia de jerarquía de razas humanas, cada una con su correspondiente grado de cultura, que determina en gran medida el comportamiento del individuo dentro de su grupo racial cultural o étnico. Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros: reflexión sobre la diversidad humana, 3a ed., trad. por el Ministerio francés encargado de la cultura y la comunicación (1989; México D.F.: Siglo XXI editores, 2003), 116–19.

24.

Cabe recordar que la presencia estadounidense era una realidad que causaba graves interferencias en la soberanía nacional de los estados centroamericanos. El caso más notorio de intervención norteamericana en Centroamérica fue la ocupación estadounidense de Nicaragua (1912–33). En el momento de la intervención, el sentimiento antiimperialista en El Salvador era marcado y creciente, tal como muestran las diferentes formas de protestas que se dieron entre varios sectores sociales. Héctor Lindo-Fuentes, “Respuestas subalternas a los designios imperiales: reacción salvadoreña a la primera intervención de Estados Unidos en Nicaragua”, Anuario de estudios centroamericanos 41(2014): 29–65. No obstante, posteriores gobiernos salvadoreños duplicaron la penetración del capital estadounidense. En Honduras, la fuerte dependencia del capital estadounidense invertido en minas y banano limitaron la incentivación de otros sectores económicos y debilitaron la consolidación del estado hondureño. La inclinación del gobierno guatemalteco de Carlos Herrera Luna (1920–21) por la unión centroamericana y la revisión que llevó a cabo a las operaciones del capital extranjero acabaron en un golpe de Estado cuyo gobierno impuesto fue reconocido por los Estados Unidos. Estos factores, como precisa Patricia Fumero, convirtieron a Centroamérica en el traspatio de los Estados Unidos. Patricia Fumero, “Centroamérica: el legado del liberalismo. Un balance”, en Memoria del primer encuentro de historia de El Salvador (San Salvador: Universidad de El Salvador, 2003), 127–30.

25.

Esta definición del latinoamericanismo proviene de Ignacio Sánchez Prado, Intermitencias americanistas: estudios y ensayos escogidos (2004-2010) (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2012), 165n2.

26.

Mendieta, Enfermedad de Centro América, 8.

27.

Salarrué, “La ciudad enferma”, en Guillermo Cuéllar-Barandiarán, Salarrué en “Patria”: su inserción y aporte en el periódico fundado por Alberto Masferrer (Patria, 6 de mayo de 1929; San Salvador: Dirección Nacional de Investigaciones en Cultura y Arte de la Secretaría de Cultura de la Presidencia, 2016), 241–42.

28.

Salarrué, “La fuente envenenada”, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1.4/F22.679.

29.

Salarrué, “La fuente envenenada”.

30.

Salarrué, “El problema universitario. Carta 2a al rector”, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1.4/F22.683.

31.

Salarrué, “Visión concentrada sobre el problema de la educación estética”, ensayo, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, C-SAL01.E.S.F54.

32.

Martin S. Stabb, América Latina en busca de una identidad: modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890–1960, 2a ed., trad. por Mario Giacchino (1967; Caracas: Monte Ávila Editores C.A., 1969), 24.

33.

Sánchez Prado, Intermitencias americanistas, 203.

34.

Salarrué, “El problema universitario”.

35.

Salarrué.

36.

Salarrué, “Almario”, 8. Todas las transcripciones llevadas a cabo de este texto son fieles al manuscrito mecanografiado, así como a las correcciones incluidas a mano por el autor.

37.

Salarrué, “Almario”, 8.

38.

Salarrué, 7.

39.

Salarrué, 8.

40.

Salarrué, “Razón de ser de la síntesis en arte”, ensayo, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, C-SAL01.E.S.F213.

41.

Salarrué, Ingrimo (Humorada juvenil): ideario y diario de un adolescente suicida (1970; San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2010), 353.

42.

La segunda elipsis consta en el original. Salarrué, “Mi respuesta a los patriotas”, Revista Vivir [Patria] (21 enero 1932): 1.

43.

Enrique Anderson Imbert y Lawrence Bayard Kiddle, Veinte cuentos hispanoamericanos del siglo XX (New York: Appelton-Century-Crofts, Inc., 1956), 72–73.

44.

Marta Elena Casaús Arzú, “El vitalismo teosófico como discurso alternativo de las élites intelectuales centroamericanas en las décadas de 1920 y 1930. Principales difusores: Porfirio Barba Jacob, Carlos Wyld Ospina y Alberto Masferrer”, Revista de estudios históricos de la masonería latinoamericana y caribeña 3 (2011): 117. A grandes rasgos, la teosofía puede ser entendida como el conjunto de saberes que afirman el conocimiento absoluto de la existencia y la naturaleza de la divinidad. Se trata de un conocimiento accesible mediante revelaciones o facultades superiores que descansa sobre la idea de que el hombre en su estado natural está lejos de Dios, la fuente trascendental del ser. Lewis Spence, An Encyclopaedia of Occultism: A Compendium of Information on the Occult Sciences, Occult Personalities, Psychic Science, Magic, Demonology, Spiritism, Mysticism and Metaphysics (1920; University Books, 1960), 410. La teosofía tuvo un impacto considerable en círculos intelectuales occidentales a finales del siglo XIX. Su influjo se hizo notar mediante la proliferación de las Sociedades Teosóficas promovidas por los fundadores del movimiento Helena Petrovna Blavatsky, Henry Steel Olcott y Annie Besant.

45.

Eduardo Devés Valdés y Ricardo Melgar Bao, “Redes teosóficas y pensadores (políticos) latinoamericanos 1910–1930”, Cuadernos americanos 78 (1999): 138n1.

46.

Casaús Arzú, “El vitalismo teosófico”, 16.

47.

Es una obra sin fecha de la cual Jorge Palomo indica que si el título está en inglés se debe a que Salarrué la realizó en Nueva York entre 1947 y 1957. La técnica queda por establecer. Jorge Palomo, correo electrónico a la autora, 27 de mayo y 31 de julio de 2022. Actualmente, Palomo trabaja con el libro monográfico Salarrué: vida y obra, un proyecto que ofrece una cronología y una visión lo más completa posible de la producción plástica del artista. La publicación de este libro produciría el estudio más ambicioso hasta ahora sobre la obra visual salarrueña, teniendo en cuenta que documenta más de cuatrocientas obras del pintor esparcidas entre más de cien colecciones de diferentes geografías. Jorge Palomo, Salarrué: vida y obra (San Salvador: Museo de Arte de El Salvador Museo y Museo de la Palabra y la Imagen, de próxima aparición).

48.

José Vasconcelos, The Cosmic Race/La raza cósmica. A Bilingual Edition (1925; Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1997), 61.

49.

Vasconcelos, La raza cósmica, 84n13.

50.

Vasconcelos, 56.

51.

Ricardo Lindo, “Salarrué”, Publicación de artes plásticas 1 (1991): 2, Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1/1.1.1F79. La presentación de La monja blanca bajo el título The Mad White Nun en el catálogo de la exposición en Knoedler Galleries en Nueva York, 21 de abril hasta 10 de mayo de 1947, permite ubicar esta obra en 1947. An Exhibition of Paintings and Drawings of Latin America for the Benefit of the Bryn Mawr College Fund (Nueva York: Knoedler Galleries, 1947). El relato “Pintor de apariciones” de Salarrué sugiere que la composición de esta pintura no se llevó a cabo en los Estados Unidos, sino que fue “pintado en Centro América”; el cuento también hace referencia a esta exposición: “Recuerdo que el título de mi cuadro en el catálogo de la casa Knoedler agrega el adjetivo ‘blanca’ al adjetivo ‘loca’”. Salarrué, La espada y otras narraciones (1962; San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2010), 269–70.

52.

Salarrué, La espada y otras narraciones, 270.

53.

Salarrué, 270.

54.

Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (1961; Madrid: Gredos, 1987), 398.

55.

Ricardo Soca, La fascinante historia de las palabras (2004; Bogotá: Rey Naranjo, 2013), PDF, bajo “Misterio”.

56.

Salarrué, “Aspectos del arte moderno: El otro. La clave. Arte intemporal. El ojo mágico”, Repertorio Americano 1079 (10 abril 1949): 58.

57.

Pasi Falk, The Consuming Body (London: Sage, 1994), 10–11.

58.

Salarrué, “Aspectos del arte moderno”, 58.

59.

José Vasconcelos, Ulises criollo. La vida del autor escrita por él mismo, 3a ed. (México: Ediciones Botas, 1935), 316.

60.

Salarrué, “Aspectos del arte moderno”, 58.

61.

Palomo atribuye el gigantismo de las manos a la posible influencia del pintor costarricense Max Jiménez (1900–1947), cuyas figuras agigantadas Salarrué comentó en su artículo “El extraño zambaje en la pintura de Max Jiménez” en Repertorio americano en 1945. Palomo, Salarrué: vida y obra.

62.

Palomo, correo electrónico a la autora, 31 de julio de 2022.

63.

La figura del niño es clave en la obra de Salarrué en cuanto a que representa la posibilidad del devenir-niño que subyace a todos los desplazamientos y devenires que se producen en su literatura y pintura. Véase Marta Sánchez-Salvà, “Desplazamientos y devenires en Remotando el Uluán de Salarrué: un vitalismo desterritorializador de razas y especies”, Revista iberoamericana 280, n.° 3 (2022): 595–611.

64.

Palomo estima que la Niña del zúngano data de mediados de los años sesenta, y destaca que comparte la misma composición y el contorno del paisaje con El Cipitío (s.f.), también de Salarrué. Palomo, correo electrónico a la autora, 31 de julio de 2022. Adviértase que la apertura poco natural entre el dedo pulgar y el índice de la mano derecha en El Cipitío presenta el mismo ángulo que la varilla de zahorí sujetada por la otra mano.

65.

Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, 5a ed., trad. por José Vásquez Pérez (1980; Valencia: Pre-Textos, 2002), 499.

66.

Richard A. Lofthouse, Vitalism in Modern Art, c. 1900–1950: Otto Dix, Stanley Spencer, Max Beckmann, and Jacob Espstein (Lewiston, NY: Edwin Mellen Press, 2005), 14–15.

67.

Henri Bergson, La evolución creadora, trad. por José Antonio Miguez (1907; Madrid: Aguilar, 1963), 669–71.

68.

Salarrué, “Cultura – conciencia – intuición”, Cultura 28 (1963): 54–55.

69.

Salarrué, “Cultura”, 54.

70.

Saúl Yurkievich, “Los avatares de la vanguardia”, Revista iberoamericana 48 (1982): 361, https://doi.org/10.5195/reviberoamer.1982.3702.

71.

Salarrué, “Almario”, 28.

72.

Salarrué, 34.

73.

Salarrué, “El mundo soy yo” 1, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1.4/F16.350.

74.

Salarrué, “El mundo soy yo” 2, s.f., Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1.4/F16.351.

75.

Salarrué, “El mundo soy yo”, 2.

76.

Salarrué, “Almario”, 19.

77.

Deleuze y Guattari, Mil mesetas, 293.

78.

Deleuze y Guattari, 320.

79.

Aunque no habría que olvidar que la teosofía, entre otras corrientes de pensamiento influenciadas por Oriente, era a inicios del siglo XX una corriente en sí misma no hegemónica.

80.

Alberto Guerra Trigueros, “La pintura en El Salvador” (1938; San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 1998), 69.

81.

Rafael Lara Martínez, Política de la cultura del martinato (San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco, 2011), 156.

82.

Véase Lara Martínez, Política de la cultura, 69–205.

83.

Entender la aproximación del arte salarrueño al mundo en términos históricos (es decir, científicos) impide ver de qué modo Salarrué resistió adaptar la lógica positivista a su práctica artística. Él abogaba por una interpretación del mundo parecida a la que Vasconcelos propugnaba con su monismo estético; a saber, una aproximación estético-intuitiva a aquello en la vida que la razón es incapaz de comprender. Vasconcelos, Todología: filosofía de la coordinación (1952; México: Trillas, 2009), 173. Al plantear que la intuición bergsoniana era realmente de carácter estético (no ya moral) y producto de la imaginación creadora, Vasconcelos equiparó la verdad metafísica a la verdad artística. Patrick Romanell, “Bergson in Mexico: A Tribute to José Vasconcelos”, Philosophy and Phenomenological Research 21, n.° 4 (1961): 510, https://doi.org/10.2307/2105019. He aquí lo que permite entender por qué la intuición en Salarrué podía traducirse en declaraciones que al historiador o al antropólogo les pareciese fantásticas. Y es que para Salarrué realidad e imaginación iban filosóficamente de la mano.

84.

Roberto Martínez González, El nahualismo (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2019), 510, http://ru.historicas.unam.mx.

85.

Jorge Palomo, correo electrónico a la autora, 6 de marzo de 2021. El nombre de este óleo aparece en varios lugares con una grafía diferente: en Arte salvadoreño 1 consta bajo el nombre de Cihuanahuat. Jorge Palomo, Arte salvadoreño: cronología de las artes visuales de El Salvador, t. 1: 1821–1949 (San Salvador: Museo de Arte de El Salvador, 2017), 239. En Salarrué, el último Señor de los Mares es titulada Cihuananhuat. Salarrué, el último Señor de los Mares (San Salvador: Museo de Arte de El Salvador, 2006), 104. Sin constar una fotografía de la pintura en cuestión que corrobore el título, figura el título Ziguanahual en el catálogo de la exposición que la Sala Nacional de Exposiciones en San Salvador organizó en 1971. En el 150o aniversario de la Independencia (San Salvador: Dirección de Cultura, Ministerio de Educación, 1971), Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A1/1/1.7.1F7.62. Asimismo, sin fotografía, el catálogo de la exposición que Salarrué hizo en The Barbizon Plaza Galleries en Nueva York (1949) aparece Sihuanahual: An Exhibition of Oil Paintings, Water Colors and Drawings by Salarrué (Nueva York: The Barbizon Plaza Galleries, 1949), Museo de la Palabra y la Imagen, colección Salarrué, SV/MUPI/A/A1/1.7.1/F2.13. Se referirá a esta pintura en este ensayo como Sihuanahual con base en dos criterios: primero, porque incluye el aspecto animalístico bajo “nahual”; segundo, coincidiendo con Palomo, porque es el nombre más antiguo que se conoce como título de la pintura. Palomo, correo electrónico a la autora, 31 de julio de 2022.

86.

Véase nota 47.

87.

Salarrué compartió espacio en Knoedler Galleries (Nueva York, 1947) con figuras vanguardistas como Pedro Figari, Emilio Pettoruti, Wifredo Lam, René Portocarrero, Diego María Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo. También exhibió en Golden Gate Exposition (San Francisco, 1948) y The Barbizon Plaza Galleries (Nueva York, 1949), entre otros.

88.

Lara Martínez, Mitos en la lengua materna de los Pipiles de Izalco en El Salvador, de Leonhard Schultze-Jena (San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco, 2014), 90–91.

89.

Salarrué, Cuentos de barro, 208. La referencia a Cuscatlán – la provincia de la etnia de los pipiles que tras la llegada de los españoles en 1524 pasó a formar parte de lo que se convirtió en territorio salvadoreño – no debe entenderse como un intento por parte del autor de recuperar un relato de los pipiles. El tratamiento que Salarrué dio a Cuscatlán en sus escritos necesitaría otro estudio, pues fue más complejo del supuesto por la crítica. Baste aquí decir que, para Salarrué, Cuscatlán estaba vinculado a la tierra y la naturaleza, y no ya directamente a la cultura de los pipiles.

90.

Salarrué, Cuentos de barro, 208.

91.

En Mitología de Cuscatlán (1919), Miguel Ángel Espino había popularizado la Siguanaba con unos pechos hasta las rodillas que al golpear las piedras producían el ruido distintivo que anunciaba la presencia terrorífica de la Sigua. Miguel Ángel Espino, Mitología de Cuscatlán (1919; San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2007), 90.

92.

Salarrué reforzó los rasgos andróginos asignándole a Sihuanahual la nariz aguileña característica del rostro del pintor. La deformación de las extremidades en forma de la letra S también revelaba cierta proyección de la subjetividad del pintor en la imagen del mito.

93.

Helena Petrovna Blavatsky, The Secret Doctrine: The Synthesis of Science, Religion, and Philosophy, vol. 2, Anthropogenesis (1888; Pasadena: Theosophical University Press, 1999), 299.

94.

Salarrué, “Almario”, 22–23.

95.

Blavatsky, Secret Doctrine, 2:300.

96.

Blavatsky, 2:301.

97.

Blavatsky, 2:307.

98.

Mauricio Alfredo Linares Aguilar, “La imaginación social y la representación visual del agua en Mesoamérica” (tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2019), 235.

99.

Gilles Deleuze, Francis Bacon: The Logic of Sensation, trad. por Daniel W. Smith (1981; London: Continuum, 2003), 61.

100.

Iñigo Sarriugarte Gómez, “La Section d’Or y Juan Gris: un camino hacia un cubismo espiritual”, De Arte 15 (2016): 242–44, https://doi.org/10.18002/da.v0i15.3187.

101.

Martínez González, El nahualismo, 86.

102.

Martínez González, 157–58.

103.

Martínez González, 83.

104.

Para una introducción a los espacios de sociabilidad que por entonces se usaban para crear una nueva comunidad de ciudadanos mediante la generación de opinión pública en Centroamérica, véase Marta Elena Casaús Arzú, “La creación de nuevos espacios públicos en Centroamérica a principios del siglo XX: la influencia de las redes teosóficas en la opinión pública centroamericana”, Revista historia 46 (2002): 11–59. Sobre la incursión de Salarrué en la política cultural del martinato, véanse los estudios recientes de Miguel Huezo Mixco, “Salarrué: el artista en la dictadura”, Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos 39 (2019): 135–66, y Alejandra Galicia Martínez, “Amatl. Correo del maestro. Salarrué y la teosofía”, en Esoterósfera: diez ensayos sobre esoterismo, política y literatura, ed. José Ricardo Chaves y Alejandra Galicia Martínez (Ciudad de México: Bonilla Artigas Editores, 2023), 149–76. Una aproximación al vitalismo en Cuentos de barro como un activismo por el devenir educativo de la nación puede encontrarse en Marta Sánchez-Salvà, “Devenir-terruño: vitalismo y activismo en Cuentos de barro de Salarrué”, Istmo 43 (2021): 159–74.

105.

Teresa García Giráldez, “La construcción de las redes intelectuales y los espacios de sociabilidad: Salvador Mendieta y el unionismo centroamericano”, en Redes intelectuales y formación de naciones en España y América Latina 1890-1940, ed. Marta Elena Casaús Arzú y Manuel Pérez Ledesma (Madrid: UAM Ediciones, 2005), 142.

106.

Véase Lawrence Buell, The Environmental Imagination: Thoreau, Nature Writing, and the Formation of American Culture (Cambridge, MA: Belknap Press of Harvard University Press, 1995), 2.

107.

Salarrué, “Aspectos del arte moderno”, 57.

108.

José Ricardo Chaves y Alejandra Galicia Martínez, Esoterósfera: diez ensayos sobre esoterismo, política y literatura (México: Bonilla Artigas Editores, 2023), 18.