This collection of essays, and those in the upcoming 3.4 issue, present papers originally shared at the Congreso de Arte Virreinal: El futuro del arte del pasado, an international symposium organized in Lima, Perú in 2019 by Dr. Katherine Moore McAllen and Verónica Muñoz-Nájar Luque. This event, supported by the Carl & Marilynn Thoma Foundation, presented twenty-four lectures at the Centro Cultural Ccori Wasi at the Universidad Ricardo Palma. These essays, co-edited by McAllen and Muñoz-Nájar, are currently being published as the Diálogos Thoma to share new research examining the diversity of perspectives in Spanish colonial visual culture to re-think the art history canon and consider how artists negotiated their identity to generate new artistic inventions in colonial Latin America. These essays also consider how viceregal art is not merely an art of the past by challenging analytical paradigms and shedding light on contemporary artists who actively engage with colonial art today. The essays are published in Spanish to acknowledge the countries from where this field of study originates, with an English appendix to share research in a hemispheric dialogue that gives visibility to flourishing networks of Latin American art history scholars around the world.

Esta colección de ensayos, junto con los del próximo número 3.4, presenta algunas de las ponencias del Congreso de Arte Virreinal: el futuro del arte del pasado, un simposio internacional celebrado en Lima (Perú) en 2019. Organizado por la Dra. Katherine Moore McAllen y Verónica Muñoz-Nájar Luque, el evento fue financiado por la Fundación Carl & Marilynn Thoma, y contó con veinticuatro conferencias dictadas en el Centro Cultural Ccori Wasi de la Universidad Ricardo Palma. Los trabajos, que han sido coeditados por McAllen y Muñoz-Nájar, se publican actualmente como Diálogos Thoma con el fin de dar a conocer nuevas investigaciones que examinan la diversidad de perspectivas en la cultura visual del virreinato. Buscan, además, repensar el canon de la historia del arte y considerar cómo los artistas, gracias a reflexiones sobre su identidad, fueron agentes de innovación en la América Latina colonial. También se cuestionan paradigmas analíticos y se discuten obras de artistas contemporáneos que dialogan activamente con el arte colonial para demostrar que el arte virreinal no es meramente un arte del pasado. Estos textos se publican en castellano, en señal de reconocimiento de los países en que se originó este campo de estudio. Cuentan con un apéndice en inglés, para que se puedan compartir los hallazgos en un diálogo hemisférico que dé visibilidad a las activas redes de investigadores de la historia del arte latinoamericano en todo el mundo.

Esta coleção de ensaios, e aqueles no número 3.4, apresentam artigos originalmente compartilhados no Congreso de Arte Virreinal: El futuro del arte del passado, um simpósio internacional organizado em Lima, Peru em 2019 pela Dra. Katherine Moore McAllen e Verónica Muñoz -Nájar Luque. Este evento, apoiado pela Fundação Carl & Marilynn Thoma, apresentou vinte e quatro palestras no Centro Cultural Ccori Wasi na Universidade Ricardo Palma. Esses ensaios, co-editados por McAllen e Muñoz-Nájar, são agora publicados como Diálogos Thoma para compartilhar novas pesquisas que examinam a diversidade de perspectivas na cultura visual colonial espanhola com objetivo de repensar o cânone da história da arte e considerar como os artistas negociaram sua identidade para gerar novas invenções artísticas na América Latina colonial. Esses ensaios também consideram como a arte do vice-reinado não é apenas uma arte do passado, desafiando paradigmas analíticos e lançando luz sobre artistas contemporâneos que se engajam ativamente com a arte colonial hoje. Os ensaios são publicados em espanhol para reconhecer os países de onde este campo de estudo se origina, com um apêndice em inglês para compartilhar pesquisas em um diálogo hemisférico que dá visibilidade a redes florescentes de estudiosos da história da arte latino-americana em todo o mundo.

El renovado interés en el tema de la circulación de obras, artífices y clientelas en el mundo hispánico ha dado lugar a la construcción de una historia del arte que supone una mirada más comprehensiva de las expresiones visuales y las relaciones artísticas, sin el afán de adherirse al esquema interpretativo bilateral de centro y periferia. Esta perspectiva permite mirar hacia los lugares más apartados y los ámbitos locales más reducidos como parte del complejo entramado de conexiones, si bien todavía hace falta explorar las dinámicas de los circuitos interregionales.1 Recientes estudios sobre la monarquía hispánica, como los de José Martínez Millán y Manuel Rivero Rodríguez, han puesto a discusión la idea de que la distancia no implica necesariamente la periferia, y que se llevaron a cabo distintos procesos de adaptabilidad a esta condición.2 En este sentido, el énfasis puesto tanto en la asimilación como en la adaptación de imágenes de variable procedencia, lo mismo que en el tránsito de materiales y el flujo de ideas, revela el dinamismo de aquellas sociedades, su flexibilidad e ininterrumpido desplazamiento. Dimensionar la extensión o propagación de las producciones de los principales centros artísticos, los cuales se alternaban a diferentes ritmos, es tan importante como ponderar la coexistencia de obras de factura local con aquellas que llegaban de fuera y que marcaban una diferencia sustantiva a la hora de mirar.3 La simultaneidad de encargos en la planeación de espacios artísticos en los enclaves regionales respondía tanto a la necesidad de imágenes para el culto y la ornamentación, como a cuestiones de gusto y preferencias por determinadas cualidades plásticas. De esta manera, se conformó un capital visual complejo, producto de la interacción de obras, artífices y comitentes, lo cual dotó a estos núcleos urbanos de un perfil distinto al de los centros por excelencia.

En el caso de Valladolid y Pátzcuaro, ciudades interconectadas donde se asentaron los grupos de poder en la región de Michoacán durante los siglos de dominación hispánica, se detecta la presencia de un grupo de pintores que atendieron los requerimientos de las corporaciones locales, especialmente de los círculos religiosos, pero también de particulares que buscaban decorar sus residencias y capillas domésticas. Como es sabido, ambas ciudades pugnaron por la capitalidad de la provincia hasta bien entrado el siglo XVIII. Desde 1580, Valladolid conservó la sede episcopal y el poder civil de forma intermitente hasta que se instauró el sistema de intendencias y subdelegaciones en 1787. Por su parte, en Pátzcuaro, luego de que coexistieran los cabildos indígena y español, operó solamente el primero entre 1577 y 1689, cuando se restableció un cabildo compuesto por españoles.4 Esta dinámica, no carente de tensiones, dio lugar al levantamiento de importantes construcciones arquitectónicas y al despliegue de imágenes en sus muros. Ahí se desarrolló la actividad de pintores de diverso origen étnico, predominantemente indígena en el caso de la ciudad lacustre, cuyas obras entraron en comunicación con aquellas que llegaban de otros centros, como México, Puebla y Querétaro, ante las cuales no podían permanecer indiferentes. Incluso, algunos pintores se formaron en dichas ciudades y transmitieron sus saberes a los aprendices locales. Pero esta movilidad no sólo propició intercambios, sino también la conformación de una identidad regional que se acentuaba con la llegada de las novedades al tiempo que sostenía la producción de los principales centros.5

La actividad artística de Pátzcuaro se ha registrado desde el siglo XVI. En 1590, en una prescripción del virrey Luis de Velasco sobre la exención del servicio personal de los indígenas que practicaban algún oficio, se reporta la labor de plumajeros, pintores, sastres, carpinteros, plateros, zapateros, curtidores, canteros, albañiles, jarreros, torneros, herreros, pajareros y empajadores.6 Esta diversidad de oficios en fechas relativamente tempranas sugiere la prolífica actividad de un sitio que una década atrás todavía mantenía el estatus de sede episcopal, y que se perfilaba como el centro político de la provincia. Aparte de la colaboración que pudo haberse generado entre los artífices, llama la atención la preponderancia de plumajeros y pintores, quienes encabezan el listado de éste y otros documentos similares. En 1592, el mismo virrey ordenó nuevamente un listado de los artífices de Pátzcuaro y propuso que se les apartara de toda obligación de repartimiento, como una manera de asegurar la continuidad y propagación de sus saberes. Al parecer la medida no se sostuvo en la larga duración, pues las referencias a las labores de plumaria y pintura en Pátzcuaro y sus alrededores se reducen considerablemente en la documentación del siglo XVII. Respecto de las obras que quedan de esta época, puede citarse la Tota Pulchra que se sitúa en la iglesia de Santiago Angahuan, firmada por Francisco Antonio en 1630.7 Si bien no se cuentan con datos biográficos sobre este pintor, es posible que procediera de Pátzcuaro y que hubiera respondido a encargos de los pueblos de la sierra.

Wakako Yokoyama, en un estudio sobre el pintor Francisco Lorenzo –quien vivió a finales del siglo XVI en la zona lacustre y que fue acusado de adulterio ante el cabildo de Pátzcuaro– menciona que a los cofrades del hospital de Santa Marta –al que acudían los indígenas de la ciudad, incluidos los nobles y practicantes de oficios, se les había concedido la exención del pago de tributos y del servicio personal. Sin embargo, apunta Yokoyama, debido a la disminución demográfica, el privilegio que gozaban los nobles indígenas se restringía a un grupo cada vez más limitado, de modo que algunos caciques emprendieron una lucha en el ámbito legal por conservar sus antiguos derechos al usar como alegato su estatus de oficiales.8 Aunque en menor medida, tal parece que este tipo de solicitudes continuaron en el siglo XVIII más allá de la ciudad lacustre, como lo demuestra el caso del ensamblador Sebastián de la Cerda (1700–56), activo en Valladolid de Michoacán. En 1746, dicho artífice envió un memorial por medio de un apoderado al virrey Pedro de Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara, en el que pedía su reconocimiento como indio cacique para hacer valer su exención de pagar tributo y servicio personal.9 Lo que parecía un asunto lejano y resuelto a finales del siglo XVI volvió a salir a flote en pleno siglo XVIII en un centro urbano adonde llegaron familias de la ciudad lacustre.

En 1764, el capuchino fray Francisco de Ajofrín (1719–89) recorrió algunos sitios de la provincia de Michoacán y registró en una suerte de diario lo que llamó su atención de aquel viaje. Entre sus comentarios sobre Pátzcuaro, menciona que los indios habían olvidado el ejercicio de la “pintura de plumas”, de las que vio algunas “de gran primor y lustre”, pero que continuaban pintando “bateas maqueadas o acharoladas”. El religioso toledano destacó la celebridad de un pintor llamado José Manuel de la Cerda (1719–74), quien en ese tiempo elaboraba una docena de bateas grandes de madera de fresno para María Josefa de Acuña y Prado, marquesa de Cruillas.10 Quizás la única pieza que ha sobrevivido de ese importante encargo sea la conocida batea del Museo de América, la cual presenta la firma de dicho artífice y un escudo en el que aparecen mezcladas las armas de la marquesa y de su esposo, el virrey Joaquín de Montserrat.11 Además de la temática poco habitual en las escenas que rodean a la heráldica, al parecer una hazaña militar, se advierte la inspiración asiática de algunos motivos, quizás tomados de tratados europeos como el de John Stalker y George Parker, A Treatise of Japaning and Varnishing (1688).12 Por las cualidades plásticas de sus bateas, así como de otros muebles maqueados, el artífice citado por Ajofrín se incorporó a un circuito activado por un tipo de coleccionismo trasatlántico y de intercambios oportunos.

No cabe duda de que los Cerda gozaron de cierto prestigio en la región. Juan de la Cerda (1696–1767), otro integrante de la familia patzcuarense, pintó un retrato triple en el que aparecen dos obispos michoacanos, Juan José de Escalona (1677–1737) y Francisco Pablo Matos Coronado (1697–1744), al lado del célebre obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza (1600–59) (fig. 1). Esta pintura estaba situada en la sacristía de la capilla del Hospital de San Francisco de Pátzcuaro y fue encargada por un individuo originario de Navarra, Diego de Iturria (m. 1756), quien pertenecía a una familia ligada al poder local.13 La imagen habla por sí misma del poder episcopal y representa una modalidad alterna al retrato oficial que se desplegaba en las cámaras de las corporaciones eclesiásticas. Las medias figuras de los efigiados aparecen detrás de una mesa sobre la que reposan las mitras que aluden a sus respectivas gestiones diocesanas. Sobre el oscuro fondo pueden leerse las inscripciones que informan sobre la identidad y cursus honorum de cada uno, quienes de ningún modo coincidieron durante sus vidas, pero que, por medio de la ficción del cuadro, comparten un mismo espacio.14 La presencia de esta imagen en la capilla franciscana tal vez haya tenido una función similar a la que tuvo el lienzo colocado sobre la puerta de ingreso a la sacristía del santuario de Guadalupe, en la villa del Tepeyac, que reunía a los arzobispos Juan de Zumárraga (1468–1548), Francisco de Aguiar y Seixas (1632–98) y Juan de Ortega y Montañés (1627–1708). De acuerdo con Nelly Sigaut, los tres prelados estaban profundamente relacionados con la historia guadalupana: el primero como testigo de la mariofanía y los otros dos como promotores de la fábrica del nuevo templo.15 Sin duda, la imagen de Pátzcuaro propone una referencia al episcopado, pero también una declaración sobre las causas de beatificación de los “venerables” Palafox y Escalona, particularmente de los procesos refrendados en el obispado de Michoacán.

Figura 1.

Juan de la Cerda, Juan José de Escalona, Juan de Palafox y Francisco Pablo Matos Coronado, siglo XVIII, óleo sobre tela, 33 1/16 x 72⅜ pulg. (84 x 184 cm). Templo del Hospital de San Francisco, Pátzcuaro, Michoacán (fotografía de Hugo Armando Félix, reproducción con permiso del Arzobispado de Morelia)

Figura 1.

Juan de la Cerda, Juan José de Escalona, Juan de Palafox y Francisco Pablo Matos Coronado, siglo XVIII, óleo sobre tela, 33 1/16 x 72⅜ pulg. (84 x 184 cm). Templo del Hospital de San Francisco, Pátzcuaro, Michoacán (fotografía de Hugo Armando Félix, reproducción con permiso del Arzobispado de Morelia)

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La inscripción correspondiente al obispo Matos ofrece información que apunta hacia el origen del lienzo. Se enuncia que, en el mes de diciembre de 1741, el prelado de origen canario pasó quince días en la casa de Diego de Iturria, donde celebró misa e impartió el sacramento de la confirmación. El propietario era originario de la villa navarra de Lezaca y llegó a Pátzcuaro a finales del siglo XVII, donde casó con Antonia de Izaguirre, viuda del alcalde mayor Juan Francisco Marmolejo e hija del regidor de origen vasco José de Izaguirre y de Luisa de Soria Velázquez Villarroel, hermana del primer marqués de Villahermosa de Alfaro. Diego de Iturria era un importante comerciante, dueño de la hacienda de Charahuén, concesionario de la mina de cobre de San Bartolomé, Inguarán, y más tarde regidor y alguacil mayor del Ayuntamiento de Pátzcuaro.16 Evidentemente, el obispo Matos llegó a la casa de una familia ligada al poder local, un sitio que tenía, por cierto, un oratorio equipado con un retablo ornamentado con más de una veintena de láminas y diversos objetos suntuarios. Además, en dicho lugar había retratos de obispos, según el inventario levantado en 1765.17 Es posible que el retrato triple se trate de uno de los cuadros que estaban en casa del navarro, los cuales pudieron llegar a la capilla del Hospital como donación tras la venta de la propiedad por parte de los descendientes de la prestigiada familia. La anotación del lienzo funciona como un indicio de su antiguo emplazamiento, sin dejar de atestiguar un acontecimiento concreto, ligado a la reputación de un individuo del reino de Navarra, patria del mismo obispo Palafox. Por otro lado, el lienzo alude al vínculo entre comitentes y pintores locales en la concreción de imágenes relativas al género del retrato.

Si bien no se ha detectado el funcionamiento de un gremio de pintores organizado legalmente en Valladolid, se cuenta con el registro de encargos del Ayuntamiento para obligar al artesanado a participar en fiestas y juras, especialmente a partir de las décadas finales del siglo XVII. En 1680, por ejemplo, se convocó a “los maestros y oficiales de todos los oficios; sastres, zapateros, carpinteros, herreros, canteros, albañiles, sombrereros, cereros, candeleros” a participar en la fiesta dedicada al patrocinio de san José sobre la monarquía hispánica, luego de la declaratoria que hiciera Carlos II en 1678, cuya inmediata revocación fue ignorada en Nueva España por el arzobispo virrey fray Payo Enríquez de Ribera.18 En 1722 la invitación se reiteró para celebrar el matrimonio del príncipe de Asturias con la princesa de Montpensier, y en esta ocasión la lista de oficios se incrementó considerablemente: plateros, carpinteros, carroceros, doradores, sastres, canteros, músicos, barberos, herreros, obrajeros, tintoreros, sombrereros, zapateros, cereros, dulceros, aguadores y coheteros.19 A pesar de que en ambos documentos no se registra a los pintores, su presencia se constata por medio de las escrituras de aprendices concertadas en los mismos años de acuerdo con una práctica que continuaba vigente a ambos lados del Atlántico. Esta serie de escrituras permite inferir la transmisión de los saberes, aunque poco se diga sobre el funcionamiento de los obradores más allá de los compromisos que adquirieron los pintores respecto a la casa, vestido y sustento de los aprendices.

Desde luego, la sede episcopal dio cabida a un mayor número de empresas artísticas en atención a los intereses de la jerarquía eclesiástica, cuya movilidad propició compras, encargos y donaciones al servicio de la iglesia catedral y de otros recintos sagrados protegidos por el alto clero. Desde el punto de vista de las clientelas, se puede pensar en el caso del obispo de origen gaditano Felipe Ignacio de Trujillo y Guerrero (1652–1721), un cliente potencialmente importante tanto para los artífices del pincel como para otros maestros activos en la ciudad a su llegada en la segunda década del siglo XVIII. Con el arribo de Trujillo inició en Valladolid un periodo de sede plena ocupado por un prelado sin experiencia en la administración de los dominios ultramarinos. El capitular de origen patzcuarense Nicolás de Soria Villaroel tomó posesión del obispado a nombre de Trujillo a finales de 1711.20 El nuevo prelado había desarrollado una sólida carrera entre España e Italia, previo a su arribo a las Indias. Según las indagaciones de Javier Barrientos, ingresó en el Colegio Mayor de San Bartolomé el Viejo de la Universidad de Salamanca y, una vez graduado de bachiller en cánones (1674), pasó a la Universidad de Sevilla, en el Colegio Mayor de Santa María de Jesús (1676). Dos años más tarde obtuvo los grados de licenciado y doctor en la misma facultad, de la que sería elegido rector en 1681. Al tiempo que leía cátedras, sirvió en la fiscalía de la Audiencia de la Contratación, oficio en el que se mantuvo un par de años. Poco tiempo después accedió a la carrera inquisitorial como fiscal e inquisidor del Tribunal del Santo Oficio de Barcelona (1684), del que saldría como inquisidor más antiguo del Reino de Sicilia (1688). En Palermo también sirvió la plaza de juez de la Orden de Malta, y estuvo a cargo de la abadía de Santa María de Terrana, al tiempo que operaba como consultor del virrey de Sicilia.21 De acuerdo con Antonio Álvarez-Ossorio, Trujillo conocía a fondo la vida política siciliana, pues había sido nombrado regente español por Sicilia en 1708 tras ejercer la fiscalía del Consejo de Italia.22 Todavía despachaba como regente en 1711, cuando fue presentado para ocupar el obispado de Michoacán en la Nueva España.

Su excepcional trayecto mediterráneo, sus referentes visuales, así como su cercanía con la Corona de España –aquella vinculada con Nápoles y Sicilia– influyeron en la gestión de la diócesis michoacana. Trujillo determinó en buena medida el rumbo de la ornamentación de la iglesia mayor, dotada de nuevas obras y de los bienes que, como producto de sus espolios, pasaron a formar parte del tesoro de la catedral. Durante su residencia en Valladolid,23 el obispo estuvo al tanto del proceso de construcción del altar mayor, toda vez que conocía el horizonte artístico de Nueva España al haber estado en las catedrales de Puebla –donde se consagró como obispo en 1714– y de México, en su trayecto rumbo a su sede y durante la toma de posesión del arzobispo José Lanciego y Eguilaz.24 También la imagen de Trujillo marcó un parteaguas en la formación de la galería episcopal de la catedral, pues al parecer recurrió personalmente con Juan Rodríguez Juárez (1675–1728) para la elaboración de su retrato (fig. 2).

Figura 2.

Juan Rodríguez Juárez (atribución), Felipe Ignacio de Trujillo y Guerrero, siglo XVIII, óleo sobre tela, 77¼ x 44⅛ pulg. (196 x 112 cm). Catedral de Morelia, Michoacán (fotografía de Hugo Armando Félix, reproducción con permiso del Arzobispado de Morelia)

Figura 2.

Juan Rodríguez Juárez (atribución), Felipe Ignacio de Trujillo y Guerrero, siglo XVIII, óleo sobre tela, 77¼ x 44⅛ pulg. (196 x 112 cm). Catedral de Morelia, Michoacán (fotografía de Hugo Armando Félix, reproducción con permiso del Arzobispado de Morelia)

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La calidad del cuadro apunta ciertamente al pincel del hijo menor de Antonio Rodríguez, hábil en la captación del semblante del modelo y en la sutil expresividad de las manos, además del minucioso tratamiento en las sombras, pliegues y caída de las telas de la indumentaria. La postura del modelo, con la diestra elevada y con la otra sujetando el birrete negro, guarda cierta cercanía con el retrato del arzobispo Lanciego que guarda el Museo de Arte de Denver. La similitud de la capa magna que portan ambos prelados –sobre todo su caída y abertura, así como la construcción de las manos– permite pensar en el mismo pincel. Ante todo, es posible reconocer en el retrato al individuo y no sólo a su título e investidura.25 El tiempo que pasó en la ciudad de México lo aprovechó para familiarizarse con los pintores que trabajaban para el clero de la catedral. Es muy probable que el obispo hubiera encargado a Juan Rodríguez Juárez, reconocido en la época como uno de los mejores retratistas, un lienzo que llevaría consigo de regreso a su sede para fijarlo en la sala capitular, en sustitución del que el cabildo había ordenado poner en su recibimiento.

Una vez inventariadas las pertenencias del obispo Trujillo tras su deceso, se determinó que algunas láminas pintadas se fijaran en la sacristía, y que el colateral de su oratorio pasara a instalarse en la sala de cabildo.26 Aunque parecían haberse puesto allí de manera provisional, muchos de los objetos se quedaron allí hasta la reforma acometida a finales del siglo XVIII. Los bienes que dejó se estimaron mucho pues, en vez de proceder a su venta como se hacía habitualmente, el cabildo decidió ponerlos en los espacios capitulares, sitios de acceso restringido que contenían algunas de las más valiosas obras de la catedral. Entre los marfiles, piezas de ébano y carey, relicarios, ornamentos, vasos, cruces, alhajas y pinturas que conformaban los espolios de Trujillo destaca la figura de la Virgen María. La devoción mariana del prelado se volcaba hacia títulos de distinta procedencia, pues contaba con imágenes que representaban a la Purísima Concepción y a la Dolorosa, imágenes sumamente difundidas en la monarquía hispánica. Asimismo, reunió advocaciones locales, como la Virgen de Guadalupe y Nuestra Señora de la Salud –esta última en un cuadro de plumas, obra de la tierra que seguramente apreció el gaditano por haber ampliado tanto su gusto como su devocionario personal.27 Desde luego, no podían estar ausentes las devociones italianas: Nuestra Señora del Popolo y Nuestra Señora de Trapana. Esta última se relaciona con la escultura localizada en el santuario de la Annunziata del puerto de Trapani y con la versión pintada que dejó el obispo Palafox en Puebla. Allí la pudo ver el prelado en 1714 durante su consagración, y, al estar familiarizado con la imagen, pidió al pintor José Rodríguez Carnero (1649–1725) una copia para llevársela a Valladolid.28 La decisión de colocar dicha pintura en la cámara de reuniones quizás se deba al vínculo que unía la devoción con el obispo Palafox, hecho conocido desde el siglo XVII por algunos integrantes del clero de aquella ciudad, así como por los canónigos de origen poblano que llegaron a la diócesis de Michoacán y que formaron un sólido grupo interesado en la causa de canonización palafoxiana.29 No cabe duda de que la producción de los pintores activos en Puebla era estimada por el clero de Valladolid, y que la presencia de un cuadro firmado por Carnero contribuyó al despliegue visual de una cámara repleta de pintura.

El obispo no sólo fomentó devociones puertas adentro, sino que también extendió su culto hacia el común de fieles. Una devoción que el prelado transmitió a su sede fue la de santa Rosalía de Palermo, figura sagrada que en el siglo XVII se proclamó como protectora contra la peste, las plagas y los temblores luego de haberse encontrado sus restos en una cueva del monte Pellegrino. Como patrona de Sicilia, representaba para el prelado una devoción más que personal, ligada a un territorio con el que se identificaba plenamente y que durante su prelacía se había separado de los dominios de la monarquía. No por casualidad una de las imágenes de la santa estaba hecha de coral. Este tipo de piezas, a las cuales en la época se les atribuía funciones apotropaicas, las trajo seguramente desde el Mediterráneo, pues los bancos de coral más prolíficos estaban situados en el golfo de Nápoles y en las costas de Sicilia.30 Otra devoción que promovió Trujillo en Valladolid fue la del santo jesuita francés Juan Francisco Régis, pues informó al cabildo de su beatificación en 1717, ocasión que se celebró con una procesión en la ciudad.31 También es importante señalar que, al poco tiempo de su arribo a Valladolid, promovió la figura de santidad del pontífice romano Pio V (1566–72), de acuerdo con las instrucciones de Clemente XI.32 No se puede asegurar que Trujillo haya traído personalmente imágenes de Pio V a Nueva España, aunque en 1711, cuando el prelado embarcó hacia la Indias, el proceso de canonización estaba en pleno auge.

Si bien la actividad pictórica en la provincia de Michoacán durante la época virreinal no fue tan intensa como la que se desarrolló en México o Puebla, su estudio revela un punto de convergencia de personas y objetos que dieron lugar a la formación de espacios artísticos específicos. Evidentemente, los pintores que trabajaron ahí formaron parte del artesanado local, por la necesidad de asociarse con el trabajo de otros, así como por el contacto con patrocinadores potenciales.33 En efecto, la confluencia de artífices y clientelas propició la creación de conjuntos que se movieron en distintas direcciones, entre ellas la de consolidar la tradición y la de incorporar las novedades. En esta dinámica jugó un papel muy importante la pintura que llegaba de fuera a través de los canales definidos por los circuitos que conectaban con los principales centros y con otros de menor envergadura, pero que quizás tuvieron mayor injerencia en la producción local. Queda pendiente la indagación de los modos en que dialogaron estos componentes.

Las obras pictóricas que se adquirían, más allá de su posible influencia en la ejecución de otras obras, podían responder a valores y funciones de distinto tipo. De acuerdo con Roger Chartier, “la difusión de las ideas no puede ser considerada una simple imposición: las recepciones son siempre apropiaciones que transforman, reformulan y exceden a lo que reciben”.34 Los cambios pueden irrumpir, pero también gestarse en largas duraciones. Por ello, es importante tomar en cuenta los destinatarios de las obras y la posible simultaneidad de públicos que las miraron. En los territorios de la monarquía hispánica el deseo de estar al día era promovido por individuos del ámbito eclesiástico, aquellos que por su formación y movilidad contribuían a fortalecer de manera decisiva las producciones visuales.35 El clero de la catedral de Valladolid no fue la excepción, pues a sus filas se integraron individuos provenientes de distintos lugares y posiciones. Gracias a su tenacidad se conformó un sistema de imágenes interactuante entre elementos preexistentes y producciones de reciente manufactura, lo cual generó en sus espacios un capital visual complejo. Por otro lado, no hay que olvidar la participación activa en la vida religiosa y el patronazgo ejercido por los seglares, como los miembros de la elite de Pátzcuaro, quienes también buscaron adquirir las obras de artífices renombrados y sostener la producción artística regional al concretar encargos con pintores locales.

1.

Ilona Katzew, “La irradiación de la imagen. La movilidad de la pintura novohispana en el siglo XVIII”, en Pintado en México, 1700–1790: Pinxit Mexici (Los Ángeles: Los Angeles County Museum of Art, Fomento Cultural Banamex, DelMonico Books-Prestel, 2017), 97–104.

2.

El tema ha sido tratado en el coloquio “El sistema de cortes virreinales en la monarquía hispánica: dinámicas de adaptación al factor distancia”, celebrado en la Universidad Autónoma de Madrid en 2018. Véase también: Manuel Rivero Rodríguez, “La reconstrucción de la monarquía hispánica: la nueva relación con los reinos (1648–1680)”, en Revista Escuela de Historia 12, n.° 1 (2013): 1–16.

3.

Luisa Elena Alcalá, Peter Cherry y Nelly Sigaut, “Tejiendo redes, acortando distancias. Arte entre España e Hispanoamérica”, en Libros de la Corte, monográfico 5, año 9 (2017): 5–7.

4.

Gabriel Silva Mandujano, “La pugna por la capitalidad en la provincia de Michoacán durante la época colonial”, Tzintzun Revista de estudios históricos 13 (1991): 9–34. Véase también Carlos Salvador Paredes Martínez, Al tañer de las campanas. Los pueblos indígenas del antiguo Michoacán en la época colonial (México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2017), 219–34.

5.

George Kubler, La configuración del tiempo (Madrid: Nerea, 1988), 178.

6.

Carlos Paredes Martínez, ed., “Y por mí visto…” Mandamientos, ordenanzas, licencias y otras disposiciones virreinales del siglo XVI (México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1994), 389–90.

7.

Nelly Sigaut, “La Inmaculada Concepción en algunos pueblos michoacanos”, en Pintura virreinal en Michoacán, vol. 1, ed. por Nelly Sigaut (Zamora, México: El Colegio de Michoacán, 2011), 83–94.

8.

Wakako Yokoyama, “Francisco Lorenzo, un pintor indígena patzcuarense de fines del siglo XVI”, en Abriendo caminos: el legado de Joseph Benedict Warren a la historia y a la lengua de Michoacán, ed. por Luise Enkerlin Pauwells (Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2012), 343–45.

9.

Archivo de Notarías de Morelia, Protocolos, vol. 102, 1746, fs. 98–98v. Hugo Armando Félix, “Sebastián de la Cerda y el retablo del Señor de Pantoja”, en El imperio de lo visual, ed. por Víctor Gayol y Roberto Domínguez (Zamora: El Colegio de Michoacán, 2018), 123–62.

10.

Fray Francisco de Ajofrín, “Diario del Viaje que por orden de la sagrada congregación de Propaganda Fide hizo a la América Septentrional en el siglo XVIII”, en Archivo documental español, tomo 12, ed. por Vicente Castañeda y Alcover (Madrid: Real Academia de la Historia, 1958), 220.

11.

Un escudo similar se puede ver en la custodia de plata que los marqueses obsequiaron a la parroquia de Planes, Valencia, en 1770. Francisco de Paula Cots Morató y Enrique López Catalá, “Platería madrileña en la Baronía de Planes”, en Laboratorio de arte 21 (2008–9): 140 y 149.

12.

Mitchell Codding, “The Lacquer Arts of Latin America”, en Made in the Americas. The New World Discovers Asia, ed. por Dennis Carr (Boston: Museum of Fine Arts, 2015), 85–88.

13.

El Hospital de San Francisco se fundó en el siglo XVI a semejanza del Hospital de Santa Marta que ideó el obispo Vasco de Quiroga. Era atendido por naturales y en su capilla los franciscanos enseñaban doctrina y administraban sacramentos. Gabriel Silva Mandujano, La casa barroca de Pátzcuaro (Morelia: Gobierno del Estado de Michoacán, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2005), 46.

14.

Si bien el deterioro de la pintura impide leer con claridad la firma, en el catálogo de los monumentos de la zona lacustre, realizado en 1986, se indica la autoría de Juan de la Cerda. Esperanza Ramírez, Catálogo de monumentos y sitios de Pátzcuaro y región lacustre, tomo 1 (Morelia: Gobierno del Estado de Michoacán, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1986), 109.

15.

Nelly Sigaut, introducción a Guadalupe: arte y liturgia. La sillería de coro de la colegiata, vol. 1 (Zamora: El Colegio de Michoacán, Museo de la Basílica de Guadalupe, 2006), 22.

16.

Silva Mandujano, La casa barroca de Pátzcuaro, 199.

17.

Silva Mandujano, 200.

18.

El patrocinio de san José se revocó para no afectar el de Santiago sobre la monarquía. Pero en Nueva España se intensificó el culto en varios lugares, entre ellos Michoacán, Puebla, Nueva Galicia y Ciudad de México. Jorge Luis Merlo Solorio, “Sermones de algarabía. Gestión de identidad a los pies de san José”, en Reminiscencias novohispanas (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2015), 181–95. Archivo Histórico del Ayuntamiento de Morelia, Gobierno, caja 1, exp. 15B, “Auto para la fiesta de San Joseph en cumplimiento de Cédula Real”, 1680. Nelly Sigaut y Hugo Armando Félix, “Estudio introductorio”, Pintura virreinal en Michoacán, vol. 2 (Zamora: El Colegio de Michoacán, 2018), 15.

19.

Moisés Guzmán Pérez, “Los gremios de la ciudad de Valladolid de Michoacán en 1722”, Tzintzun Revista de estudios históricos 13 (1991): 155–57. Juana Martínez Villa, La fiesta regia en Valladolid de Michoacán (Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2008), 36.

20.

Archivo del Cabildo Catedral de Morelia (ACCM), Actas capitulares, vol. 15, cabildo 4 de noviembre de 1711, fs. 167–68.

21.

Javier Barrientos Grandon, “Felipe Ignacio de Trujillo y Guerrero”, en Diccionario biográfico español,, http://dbe.rah.es/biografias/63423/felipe-ignacio-de-trujillo-y-guerrero.

22.

Antonio Álvarez-Ossorio, “¿El final de la Sicilia española?: fidelidad, familia y venalidad bajo el virrey marqués de los Balbases (1707–1713)”, en La pérdida de Europa. La guerra de sucesión por la monarquía de España, ed. por Antonio Álvarez-Ossorio, Bernardo J. García García y Virginia León (Madrid: Fundación Carlos de Amberes, 2007), 878.

23.

El historiador gaditano Cambiaso y Verdes opina que Trujillo “era de tan compasiva índole y magnánimo espíritu, que cautivó las voluntades de sus diocesanos. Construyó el panteón de aquella catedral, y le dedicó solemnemente, pronunciando una oración al intento muy erudita y propia de su talento y energía. Santificó su obispado por nueve años, gobernándolo con particular acierto, y falleció en su capital con grande edificación y sentimiento de todos en el año de 1720, a los sesenta y ocho de su edad”. Nicolás María de Cambiaso y Verdes, Memorias para la biografía y la bibliografía de la isla de Cádiz, tomo 1 (Madrid: Impr. Don León Amarita, 1829), 151–52. El carmelita fray Juan de la Anunciación (1691–1764) compuso una loa dedicada al obispo con motivo de su onomástico, hecho que explica el carisma que suscitaba el prelado entre las órdenes religiosas de la diócesis. Dalmacio Rodríguez Hernández, “Dos loas novohispanas para la representación de El escondido y la tapada de Pedro Calderón de la Barca”, Vanderbilt e-Journal of Luso-Hispanic Studies 9 (2013): 147–58.

24.

ACCM, Actas capitulares, vol. 16, cabildo 1 de octubre de 1714, f. 65.

25.

Trujillo presidió en la catedral de México, junto con los obispos de Guadalajara, fray Manuel de Mimbela, y de Oaxaca, fray Ángel Maldonado, la toma de posesión del arzobispo Lanciego. Documentos para la historia de México, tomo 4 (México: Impr. F. Escalante y Cía. Calle de Cadena 13, 1855), 61; Michael Brown, “La imagen de un imperio”, en Pintura de los reinos. Identidades compartidas, tomo 4 (México: Fomento Cultural Banamex, 2009), 1477.

26.

Las catedrales indianas habían logrado retener por concesión real las rentas de espolios y vacantes en lugar de enviarlas a la Santa Sede. Óscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán (Zamora: El Colegio de Michoacán, 1996), 280.

27.

Sobre el tema, véase: Luisa Elena Alcalá, “Reinventing the Devotional Image: Seventeenth-Century Feather Paintings”, en Images Take Flight. Feather Art in Mexico and Europe. 1400–1700, ed. por Alessandra Russo, Gerhard Wolf, Diane Fane (Trento, Italia: Kunsthistorisches Institut in Florenz, Max-Planck-Institut, Hirmer Verlag GmbH, 2015), 387–405.

28.

ACCM, Actas capitulares, vol. 17, cabildo 6 de marzo de 1721, f. 194.

29.

Nelly Sigaut, “Los distintos significados de una imagen. Nuestra Señora de Trapana y el obispo Palafox”, en El imperio de lo visual, 163–208.

30.

Bernard Doumerc, “Le corail, production et circulation d'un produit de luxe à la fin du Moyen Âge”, en Mercados del lujo, mercados del arte. El gusto de las elites mediterráneas en los siglos XIV y XV, ed. por Sophie Broquet y Juan V. García Marsilla (Valencia: Universitat de València, 2015), 406.

31.

ACCM, Actas capitulares, vol. 16, cabildo 27 de septiembre de 1717, 268–268v.

32.

ACCM, Actas capitulares, vol. 15, cabildo 21 de junio de 1712, f. 212.

33.

Kubler, La configuración del tiempo, 180.

34.

Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII (Barcelona: Gedisa, 2003), 32.

35.

Peter Cherry, “Seventeenth-Century Spanish Taste”, Collections of Paintings in Madrid, 1601–1755, Documents for the History of Collecting, Spanish Inventories 1 (Los Ángeles: The Provenance Index of the Getty Information Institute, 1997), 9.

Supplementary data